La seguidilla de amenazas, planes macabros
y armas en mochilas continúa revelando una realidad
tan escalofriante como repetida. Ya no se trata de episodios
aislados ni de "casos particulares". Lo que
hasta hace poco parecían escenas importadas de
series estadounidenses, hoy tienen código postal
argentino.
A días de conocerse el intento
de tiroteo en Ing. Maschwitz, otro hecho encendió
las alarmas en Escobar, con una amenaza similar en la
Escuela Media N° 2. Como en un guion ya escrito, la
denuncia llegó por WhatsApp, el miedo corrió
por los pasillos y la policía se instaló
en la puerta. Todo como ya lo vimos, todo como si fuera
parte de la rutina escolar.
Pero no lo es.
No lo es que una chica de 16 años
lleve 150 balas en su mochila en Florencio Varela. No
lo es que en Campana se organice un ataque por grupo de
chat, ni que los mensajes digan: "persona que vean,
persona a la que disparan". No es normal que hablemos
de "custodia escolar" como si fuera parte del
reglamento.
De la anécdota al síntoma
Los hechos ocurren. Pero más allá
del registro policial o judicial, lo que asusta es la
frecuencia. Lo que interpela es la profundidad.
Cada episodio no es una anécdota: es un síntoma.
Y como tal, no alcanza con el patrullero en la puerta
ni con una circular de la dirección.
La violencia se está colando por las hendijas del
sistema educativo, a veces de manera silenciosa, otras
con una crudeza brutal.
Cada caso activa protocolos, reuniones
de padres, carpetas judiciales.
Pero lo que falta es tiempo: tiempo para escuchar, tiempo
para contener, tiempo para intervenir antes del estallido.
Quizás más que mirar hacia adelante, haya
que interpelar hacia atrás y preguntarnos: ¿qué
hicimos mal? ¿Qué ejemplo no fue el adecuado?
¿Qué señales desoímos?
Ni villanos ni monstruos:
chicos
No estamos ante "psicópatas
en potencia". Estamos ante adolescentes con dolores
no dichos, con rabias sin cauce, con soledades amplificadas
por pantallas que anestesian la empatía y distorsionan
la realidad.
Es más: creo que la realidad les pesa. Es demasiada,
y no alcanzan a comprenderla en plenitud.
Chicos que aprenden a expresar su bronca
con las herramientas que el mundo adulto les puso a la
vista: armas, amenazas, violencia.
Y ahí estamos nosotros, los adultos.
Corriendo detrás de los hechos, emparchando con
comunicados lo que requiere vínculos.
Hablando de "contención" como si fuera
un trámite, mientras la escuela -esa institución
desgastada- intenta no ser un campo de batalla.
Ya casi no hay tiempo para enseñar.
Un espejo incómodo
Hace 20 años, en Carmen de Patagones,
Argentina vivió su primer tiroteo escolar. Tres
adolescentes murieron. Hoy, dos décadas después,
seguimos reaccionando como si fuera la primera vez.
¿Qué aprendimos desde entonces? ¿Qué
hicimos distinto? ¿Qué dejamos pasar?
La violencia adolescente es, en parte,
el reflejo de una sociedad que no termina de hacerse cargo
de sus propias heridas.
Que responde al dolor con castigo, al síntoma con
silencio, al grito con indiferencia.
Y en ese contexto sigue peleando, vociferando y naturalizando
la violencia como la vedette que más factura en
la pantalla de toda la programación.
¿Y ahora?
Ahora, más que nunca, es tiempo
de mirar. De escuchar sin prejuicio.
De acompañar antes que juzgar. Porque si no lo
hacemos, no solo repetiremos estas historias: las vamos
a naturalizar. Y ese será el peor de los fracasos.
Porque cuando el miedo se sienta en el
aula, lo que está en juego no es solo la seguridad.
Es la posibilidad misma de educar, de confiar, de convivir.
No permitamos que el aula
se convierta en una trinchera ni que el maestro sea reemplazado
por un policía.
Si eso ocurre, no solo habremos fracasado en educar: habremos
retrocedido a tiempos en los que la violencia y la ignorancia
gobernaban y marcaban el pulso de la sociedad.
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