Aquí comienza la entrevista
Londres, 1946. Club privado en Mayfair.
Un salón con luces tenues, olor a tabaco y whisky.
Un hombre robusto, de traje impecable y puro en mano,
observa con su característica mezcla de cansancio
y altivez. Winston Churchill ha accedido a esta entrevista
con cierto escepticismo, pero también con la picardía
de quien sabe que siempre tiene la última palabra.
A mi entrar, él apenas levanta
la vista, exhala humo y, sin preámbulos, dice:
CHURCHILL:
-Bien, joven
Ha cruzado el Atlántico para
hacerme preguntas. Espero que no sean aburridas. El whisky
está servido, y mi paciencia es corta. ¿Qué
quiere saber?
¡Tu turno, periodista! Pregunta lo que quieras.
PERIODISTA:
Gracias señor pero no bebo y también gracias
por recibirme. Con respecto a saber, intuyo que cualquier
momento de su vida ha de ser fascinante de escuchar. La
guerra termino, pero
¿para Ud. también
o la sigue padeciendo?
CHURCHILL:
Esboza una sonrisa apenas perceptible y golpea suavemente
el cigarro contra el cenicero de bronce.
-Una pregunta interesante
y más
honesta de lo que esperaba. La guerra ha terminado para
los soldados, para los generales y hasta para los periódicos,
pero no para mí. -Hace una pausa, entrecerrando
los ojos-. La guerra nunca termina para quienes la padecieron.
Se inclina ligeramente hacia adelante,
con ese tono suyo entre solemne y burlón.
-Permítame explicarle algo, joven:
la victoria no es más que el derecho a enfrentar
nuevos problemas. Cuando las bombas dejan de caer, comienzan
las negociaciones, las traiciones, las sombras que se
mueven entre despachos con más peligro que en el
campo de batalla. ¿Cree usted que Stalin ha colgado
su sable? ¿Que los estadounidenses pueden dormir
en paz porque han arrojado una bomba capaz de tragarse
una ciudad entera? No, la guerra no ha terminado, solo
ha cambiado de uniforme.
Toma un sorbo de whisky y me observa con
curiosidad. Yo en tanto trataba de procesar lo escuchado.
Frente a mí estaba un hombre cuyas decisiones habían
cambiado el rumbo de la historia.
-Dígame, ¿cree usted que
el mundo ha aprendido algo después de todo esto?
PERIODISTA:
Me temo que el mundo olvidará
pronto los horrores y atrocidades de la guerra, más
aun las generaciones que no la vivieron.
"Si pudiera reescribir su legado,
¿qué cambiaría?"
Como el soldado que paro el autoritarismo, como el político
que peleo por las instituciones, y la democracia o como
un hombre que solo hizo lo que tenía que hacer?
CHURCHILL:
Suelta una leve carcajada y sacude la cabeza, exhalando
un anillo de humo.
- ¡Ah, joven, qué perspicaz!
Se nota que no ha venido aquí a regalarme elogios
ni a escuchar una versión edulcorada de la historia.
Me gusta eso.
Apoya el vaso sobre la mesa y entrelaza los dedos sobre
su bastón, tomándose un momento antes de
responder.
-Si me pregunta cómo quiero que
me recuerden, la respuesta es simple: no me importa. El
tiempo es un escultor caprichoso, y la historia pertenece
a quienes la escriben después de que hemos partido.
Me llamarán héroe algunos, me llamarán
tirano otros. Habrá quienes solo me vean como un
viejo testarudo con un puro en la boca y una copa en la
mano.
Se inclina ligeramente hacia adelante.
-Pero le diré algo: si la democracia
sobrevivió a esta guerra, si el autoritarismo no
cubrió toda Europa con su sombra, fue porque algunas
personas hicimos lo que había que hacer, sin importar
el precio. No fui un soldado con un fusil, pero fui un
soldado con palabras. No fui un santo, pero sí
fui necesario.
Se relaja en su asiento, con una sonrisa
de zorro viejo.
-Dígame, joven, usted que ha visto
mi tiempo y verá el futuro que yo no veré
¿cree que el mundo podrá sostener la paz
o solo está esperando la próxima gran guerra?
PERIODISTA:
El mundo vivió en guerras desde que fabrico la
primera lanza.
¿Porque dejaría de pelear?
Tengo la esperanza no la convicción que con cada
guerra que aparezca en el futuro, surgirá un Churchill
tratando de hacer lo correcto con los recursos que tenga.
¿Ud. hizo todo lo correcto o lo que pudo?
CHURCHILL:
(Sonríe, entrecerrando los ojos, como si estuviera
saboreando la pregunta antes de responder.)
-Ah
¡qué pregunta,
qué pregunta! Y qué diferencia sutil pero
feroz hay entre hacer lo correcto y hacer lo que se puede.
Toma el puro, lo observa un instante y
lo vuelve a colocar en el cenicero.
-Le responderé sin rodeos: no hice
todo lo correcto, hice todo lo necesario. Y eso, mi querido
amigo, no siempre es lo mismo. La guerra no es un tablero
de ajedrez donde cada movimiento se puede calcular con
frialdad. Es un vendaval donde, a veces, hay que sacrificar
lo que uno ama para salvar lo que uno necesita.
Suspira y se reclina en el sillón,
con la mirada perdida en algún punto del pasado.
-Bombardeamos ciudades. Dejamos morir
a hombres en el campo de batalla sabiendo que no regresarían.
Pactamos con demonios para evitar males mayores.
¿Es eso hacer lo correcto?
No lo sé. Pero sé que no hacerlo hubiera
sido peor.
Vuelve a fijar su mirada en mí,
intensa y cargada de experiencia.
-Ahora dígame, joven: cuando el
futuro reclame su propia guerra-porque la tendrá,
no lo dude-, ¿habrá alguien dispuesto a
hacer lo necesario? ¿O el mundo se ha vuelto demasiado
cómodo como para soportar las decisiones difíciles?
PERIODISTA:
-Una respuesta a la vez.
(Pausa)
Me dice que bombardearon ciudades... pero lo de Dresden
es como indefendible, ¿como vive con ese demonio?
CHURCHILL:
Su expresión se endurece por un instante. Se toma
su tiempo antes de hablar, como si estuviera eligiendo
cuidadosamente las palabras o, tal vez, recordando algo
que preferiría olvidar.
-Dresden
Sí, he oído
lo que dicen. "Crimen de guerra", "barbarie
innecesaria", "venganza desproporcionada".
Palabras fáciles cuando uno las dice desde la comodidad
del tiempo y la distancia.
Toma su vaso, lo gira entre los dedos
sin beber.
Pensé que todo terminaría
en ese momento; temí por mi integridad. Me imaginé
volviendo a América, expulsado por insultar a hombre
más importante del momento.
Pero no
por algo es el más importante.
-No pretendo justificarlo con argumentos
grandilocuentes. Fue un infierno, eso no lo negaré.
Y sí, si me pregunta si alguna vez he pensado en
ello por las noches, la respuesta es sí. Pero si
me pregunta si cambiaría la decisión
Levanta la vista, su mirada es ahora fría,
calculadora. Me imagino su mente pasando las hojas de
la historia en busca de la imagen justa.
-La guerra no es una cuestión de
moral, joven. Es una cuestión de supervivencia.
En 1945, nuestra prioridad era quebrar la espalda de Alemania,
asegurarnos de que no se levantaría de nuevo. La
Luftwaffe había reducido Coventry a cenizas, Londres
ardió más veces de las que puedo contar.
La diferencia es que nosotros ganamos. Y los que ganan
escriben la historia.
Apoya el vaso con suavidad sobre la mesa.
"Los que ganan escriben la historia", no es
lo que esperaría escuchar. Quisiera que me cuente
todo aquello que no fue escrito.
-Ahora, dígame usted, periodista
Si hubiera estado en mi silla, con la guerra aun rugiendo,
con Stalin observando desde el Este como un lobo hambriento
¿habría hecho algo diferente?
PERIODISTA:
-No lo sé señor, yo solo soy un periodista
CHURCHILL:
Esboza una sonrisa cansada, como si esa respuesta le resultara
familiar.
-Y yo solo fui un hombre con un trabajo
que hacer.
Apaga el puro en el cenicero, dejando
que el humo se disipe lentamente en el aire pesado del
salón. Ese aire, una mezcla de distintos olores,
algunos pocos agradables para mi gusto, me distraía
los sentidos, que debían estar enfocados en las
preguntas y, especialmente, en las respuestas.
Sabía que tenía los minutos contados. El
bulldog ya rechinaba los dientes, como insinuando que
era tiempo de redondear.
¿Redondear? ¿Con qué?
Un cierre obsecuente y lavado me permitiría
retirarme sano y salvo, pero perdería los laureles
de la gloria. Un cierre estruendoso era una posibilidad
seria de salir catapultado y con moretones.
PERIODISTA:
-¿Cómo recuerda el momento en que se encontró
sentado en Yalta junto al presidente de Estados Unidos,
Franklin D. Roosevelt, y el líder de la URSS, Josef
Stalin?
Churchill entornó los ojos, como
quien busca una respuesta en el humo de su propio cigarro.
CHURCHILL:
-Yalta fue un tablero de ajedrez donde cada pieza creía
conocer las jugadas del otro, pero en realidad todos nos
movíamos en la penumbra. Roosevelt confiaba en
la diplomacia, Stalin en la astucia y yo
en la necesidad
de mantener el equilibrio. Sabíamos que estábamos
diseñando el mundo de la posguerra, pero también
que la tinta de nuestros acuerdos se secaría más
rápido de lo que esperábamos. Fue una reunión
de vencedores, sí, pero no de aliados.
PERIODISTA:
-¿Temieron el abrazo del oso?
CHURCHILL:
-Nunca confié en Stalin, pero subestimarlo hubiera
sido más peligroso que temerle. El oso era astuto,
paciente, y sabía cuándo dar un zarpazo
y cuándo fingir mansedumbre. No era un socio, era
una circunstancia inevitable.
PERIODISTA:
-¿El oso está muerto? ¿Quién
lo mató y quién se quedó con su piel?
Churchill esbozó una sonrisa cargada
de ironía.
CHURCHILL:
-El oso no murió de un disparo certero, sino de
una lenta gangrena interna. La URSS colapsó por
su propio peso, sus propias mentiras y su propia avidez.
¿Quién se quedó con su piel? Bueno
aún se la están disputando.
De pronto, alguien golpeó la puerta
y entró sin esperar permiso. Una señora
con muchos papeles se acercó al escritorio y le
susurró algo al oído. Alcancé a entender
solo una frase:
-Lo llamó la reina.
Churchill se incorporó con calma,
apagó su cigarro con un gesto mecánico y
me miró con cortesía, pero sin ceremonias.
CHURCHILL:
-Joven, disfrute su entrevista. Espero que haya sido recíproco.
Lamento no tener más tiempo para dispensarle, pero
debo resolver algo con relativa urgencia. Que su vuelta
a América sea agradable
y recuerde: por más
buena que sea una pregunta, no siempre encontrará
una respuesta.
Y así, entre una nube de humo y
el eco de sus palabras, se marchó.
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