Una
tenue garúa se precipitaba sobre la ciudad. Las
luces creaban fantasmagóricas figuras con las sombras
de los árboles en la vereda. Como no circulaban
vehículos bajé del cordón y comencé
a caminar por la calle, eso me permitía tener un
mejor control visual de mí alrededor.
El
silencio me hacia sentir solo, indefenso y hasta en cierto
modo acechado. Cada tanto giraba la cabeza con la certeza
de que alguien estaba atrás a punto de atacarme.
En estos últimos tiempos
los argentinos atesoramos un elemento más a nuestra
larga lista de calamidades: la inseguridad. No sabemos
si la percepción es mayor que la realidad, si la
realidad supera la ficción o si los medios son
operadores de un plan macabro en nuestra contra, pero
lo cierto es que cada uno de nosotros vive un pequeño
infierno de terror.
Un
tenue eco rompió la calma de la noche. Sonidos
rítmicos y cadenciosos provenían de la vuelta
de la esquina. Parecía acercarse pero aún
no podía percibir cual era su origen. No interrumpí
el paso pero continuamente miraba sobre mis hombros esperando
el momento de identificar lo que estaba a punto de llegar
a la ochava.
El sonido se hacía más evidente, más
cerca y menos rítmico, hasta que cesó. En
ese instante una sombra gigantesca se posó sobre
el centro de la calle. Era una especie
de dragón que movía su largo cuello de un
lado hacia otro.
Estamos
en plena psicosis de la desconfianza generalizada. Cada
uno de nosotros es analizado y auscultado minuciosamente
en distintas ocasiones con el fin de cumplir con algunas
pautas preestablecidas para ser admitido como decente.
Intente a modo de prueba que le abran la puerta de una
farmacia si viene de haber desarmado su auto, y entenderá
lo que quiero decir.
Hasta
un simple algoritmo informático tiene nuestro futuro
en sus manos -o mas bien en sus bits- cuando nos cataloga
como: de bajo riesgo, no califica o cualquier otra etiqueta
que de como resultado de un análisis frió
e inhumano de de la ponderación de un cúmulo
de variables que solo Dios y el programador conocen.
Al
cabo de unos segundos el sonido reanudó hasta alcanzar
un ritmo parejo. Cuando giré la vista pude ver
doblando en mi sentido un desvencijado carro tirado por
un viejo caballo, transportando lo que me pareció
sería una joven familia.
La
velocidad del animal era apenas, unos pasos más
rápida que la mía. Lo suficiente para alcanzarme
y por un largo rato permanecer a la par.
No pude contener mi curiosidad y
giré a mi izquierda hasta que mi vista se topó
con un cuadro renacentista, pintado en gamas de grises
qué soberbio ignoró mí presencia
como si fuera una aparición signada por una autoridad
superior con el fin de advertir un advenimiento futuro.
Siendo
pibe me llamó la atención un cartel que
estaba en la calle "Real" que decía "Prohibido
el transito a tracción a sangre". Pregunte
por curiosidad a mi padre que quería decir esa
frase. "Es que hay algunos desubicados que pretenden
andar en carro por el centro de la ciudad". !Había
llegado el progreso¡
Medio siglo después, los carros se aferran al cemento
como los viejos al andador para que la vida no se los
lleve.
Cuando
el carruaje superó mi paso pude advertir que en
él viajaba una joven pareja que seguramente no
superaban los treinta años, aunque su apariencia
podría presuponer lo contrario. En la parte posterior
estaba la madre con uno de sus hijos, en el asiento de
adelante el padre con una niña que tenía
un peluche violeta en sus brazos.
La pequeña, de unos ocho a diez años de
edad no pudo evitar captar mi presencia y cruzamos nuestras
miradas como dos desconocidos que comparten por segundos
un espacio determinado y al solo efecto de satisfacer
una natural curiosidad humana.
Todos
vivimos atados a un hilo de esperanza. Aún aquellos
que dicen haberla perdido. Siempre creemos que hemos pasado
lo peor y en ese caldo de cultivo nacen los políticos
mesiánicos que esgrimen el estandarte de la verdad,
única y salvadora. Persianas que nunca se subieron.
Revoluciones productivas que jamás se produjeron
y más de lo mismo por diestra y siniestra. Y en
el medio de eso vemos la miseria indigna, intolerable
y humillante apoderándose de todo. Que no es la
pobreza digna de nuestros padres, cuando iban al colegio
con los guardapolvos remendados pero impecablemente blancos
y sus tablas prolijamente planchadas. Algo se perdió
en el medio, alguien incumplió el contrato, esto
no es lo que esperábamos y ... alguien tiene que
hacerse cargo
Cooperativas,
asociaciones, fundaciones, entidades religiosas y un montón
de voluntades humanas ponen el hombro para ocupar espacios
vacíos que fueron dejados por un estado en fuga,
cobarde y corrupto
De
pronto, a unos pocos metros frente a mí, el carro
se detuvo. El conductor bajó presuroso y se dirigió
hasta el canasto colmado de bolsas de residuos. Saco una
y la abrió escrutando su interior con una pericia
digna de cirujano, separó algunas cosas que no
pude divisar y volvió a cerrarla. Realizó
esa misma operación con cada una de las bolsas.
No pude seguir viendo porque ya me había adelantado
y no era mi voluntad importunar a quien de por si tenía
una pesada tarea que realizar.
Cada
día miles de expulsados por el sistema son enviados
a las calles a una tarea que ya se convirtió en
la última esperanza a la que se aferran los que
ya casi no tienen esperanza.
Noté
que el carro volvió a retomar el camino. En lento
paso, pero más rápido que el mío,
se fue acercando hasta ponerse a la par. La pequeña,
ya con un poco más de confianza buscó la
mirada de aquel caminante que ya no era tan extraño.
Hasta debo admitir que me sentí acompañado
por estos desconocidos que circunstancialmente compartían
la misma dirección.
Lentamente superó mi paso y ya unos metros por
delante se detuvo para cumplir otro ciclo de escrutinio.
Pude ver que el carro quedó justo debajo de una
luminaria que lo envolvía con una luz amarillenta
mezclada con la bruma de la noche, esta fue la única
oportunidad de poder ver detalladamente a sus ocupantes.
Cuando paso junto a ellos veo que yo ya no era ese desconocido
caminante de la noche. Note que era esperado por aquella
pequeña con una sonrisa tan grande como mi asombro.
A
veces me pregunto porque es que aún no estalló
todo. Que nos hace distintos a otras latitudes.
Creo
que si no fuera por la propia recomposición social
es muy probable que en este momento debería estar
reinado la total anarquía. La sociedad genera sus
propios anticuerpos y se reconstituye a pesar de los esfuerzos
que muchos realizan para desarticularla.
Cooperativas,
asociaciones, fundaciones, entidades religiosas y un montón
de voluntades humanas ponen el hombro para ocupar espacios
vacíos que fueron dejados por un estado en fuga,
cobarde y corrupto.
La
pequeña me siguió con su mirada cómplice,
como quien ha encontrado un juego que pudiera mitigar
la pesadumbre de vivir una niñez que transcurre
inadvertida entre la adversidad y el desasosiego.
Crucé la esquina y continué a paso firme.
Detrás mío venía el viejo caballo
golpeando cadencioso el cemento húmedo como quien
no quiere molestar a un vecino quejoso.
Pronto note que el sonido se iba apagando. Habían
doblado.
De
la misma manera que aparecieron en mi vida se fueron de
ella. Volví a quedarme solo en la oscura y espesa
noche.
Ya
sin la ocasional compañía volvieron los
fantasmas y la paranoia, volvió el miedo y ahora
con un agravante, el retumbar de los cascos del caballo
en el cemento que no se termina de ir. Un latido que me
recuerda que hay quienes no se pueden dar ni el lujo de
tener miedo.
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