Cuatro veteranos de Malvinas, hijos del
partido de Escobar, decidieron saldar esas cuentas y volvieron
al sur más profundo de su historia. No por nostalgia,
sino por necesidad. Volver a Malvinas fue, para ellos,
abrir la herida, mirarla de frente y decir: "estoy
acá, otra vez".
José Raúl Ibañez
fue uno de ellos. Suboficial mayor de Prefectura, protagonista
de una de las hazañas más humanas y menos
conocidas de aquella guerra. En 1982, en medio del ataque
al guardacostas Río Iguazú, tomó
la ametralladora de un compañero herido de muerte
y derribó un avión Harrier británico.
Lo hizo con más coraje que recursos, con más
fuego interior que precisión militar. Luego rescató
el cuerpo de su amigo, ayudó a encallar el buque
y defendió los restos de su tripulación.
No pidió nada. Solo cumplió.
Ahora, 43 años después, volvió a
ese mismo suelo donde la muerte rondaba como el viento.
Y frente a la tumba de aquel camarada caído, volvió
a cumplir. Esta vez, con un homenaje.
"Lo más grande fue que pudimos bajar el cuerpo
de nuestro compañero y darle sepultura", resaltó
sobre aquella hazaña por la cual fue condecorado.
En esta oportunidad, pudo visitar el cementerio y rendirle
homenaje: "Nos trajo paz. Al principio dudaba del
viaje, pero me convencieron y no fue en vano. Me estoy
poniendo grande y cada vez se hace más difícil".
Una confesión simple, pero que resume el cansancio
físico y emocional de quien no solo carga años,
sino memorias que pesan más.
"Creo que cerré un capítulo
de la historia, volví con otra fuerza y con una
perspectiva diferente", dijo Claudio Sánchez,
que con apenas 18 años le había tocado ser
parte del apoyo logístico del Ejército.
En esta visita recorrió los montes William, Tumbledown,
Dos Hermanas y Longdon. "Me sentí como de
18 años otra vez. Volví a tener los pies
mojados, las medias mojadas, el viento frío en
la cara", relató conmovido.
Marcelino De León, quien estuvo
a bordo del ARA General Belgrano -hundido el 2 de mayo
de 1982-, fue el único del grupo que no combatió
en las islas. Sin embargo, su vivencia fue profundamente
transformadora. "Es ver la historia realmente contada
por ellos, no en un salón o en una plaza",
dijo. Al llegar a la cumbre de uno de los montes, extenuado
pero conmovido, gritó "¡Viva la Patria!",
como muchos de sus compañeros. "Vi cosas hermosas
del ser humano que se expresaban como podían: algunos
lloraban, otros cantaban el himno. Y eso te conmueve."
"Se completó un libro, un
capítulo. Eso me hizo bien y estoy tranquilo",
dijo Ceballos, quien pudo recorrer el Monte Longdon donde
había combatido junto a sus compañeros del
Ejército Argentino. "Recorrimos como quince,
veinte kilómetros. Desde las 9 de la mañana
hasta las 7 de la tarde. Volvés para atrás
de golpe", contó emocionado, al recordar los
caminos que transitó como soldado. "Ver el
galpón donde armamos las mochilas, las ranchadas...
Fue espectacular después de tantos años."
Alejandro Ceballos,
Claudio Sánchez, Marcelino De León y Raúl
Ibañez no regresaron como soldados, sino como hombres
que alguna vez fueron parte de una tragedia colectiva
y que hoy se animaron a volver a caminar entre recuerdos,
montes, tumbas y silencios.
Volver fue también cerrar un capítulo,
como dijeron ellos mismos. Caminar por donde alguna vez
corrieron, temblaron, sobrevivieron. Algunos lloraron,
otros gritaron, todos se conmovieron. Porque hay gestos
que no se ensayan, se sienten. Y hay héroes que
no levantan la voz, pero dejan huellas.
Malvinizar no es repetir discursos. Es
contar estas historias. Es mirar a los ojos a estos hombres
y agradecerles el acto más difícil: el de
regresar al dolor, sin escudos ni armas. Con el pecho
abierto y la memoria intacta.
Y así, con pasos
firmes y mochilas invisibles, los hombres que un día
fueron soldados volvieron a pisar las Islas. No para pelear.
Esta vez, para cerrar una herida y dejar una flor.
Porque hay heridas que no se cierran con medallas, sino
con pasos dados sobre la tierra que las abrió.
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