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Crónicas Urbanas

Latidos del cemento

"Latidos del cemento" es un relato que nos sumerge en una noche cargada de misterio y reflexiones sobre la sociedad contemporánea. En medio de la oscuridad y la soledad urbana, el protagonista se encuentra con una serie de sucesos inesperados que lo confrontan con la realidad cruda y despiadada de la vida en la ciudad. A través de sus ojos, el lector se adentra en un mundo marcado por la inseguridad, la desconfianza y la lucha por la supervivencia.

3 de mayo de 2024



Fuente del contenido | @jorgecarusso

(material publicado en la edición en papel en Julio de 2006)
Ilustración: Composición fotográfica del autor

Una tenue garúa se precipitaba sobre la ciudad. Las luces creaban fantasmagóricas figuras con las sombras de los árboles en la vereda. Como no circulaban vehículos bajé del cordón y comencé a caminar por la calle, eso me permitía tener un mejor control visual de mí alrededor.

El silencio me hacia sentir solo, indefenso y hasta en cierto modo acechado. Cada tanto giraba la cabeza con la certeza de que alguien estaba atrás a punto de atacarme.

En estos últimos tiempos los argentinos atesoramos un elemento más a nuestra larga lista de calamidades: la inseguridad. No sabemos si la percepción es mayor que la realidad, si la realidad supera la ficción o si los medios son operadores de un plan macabro en nuestra contra, pero lo cierto es que cada uno de nosotros vive un pequeño infierno de terror.

Un tenue eco rompió la calma de la noche. Sonidos rítmicos y cadenciosos provenían de la vuelta de la esquina. Parecía acercarse pero aún no podía percibir cual era su origen. No interrumpí el paso pero continuamente miraba sobre mis hombros esperando el momento de identificar lo que estaba a punto de llegar a la ochava.

El sonido se hacía más evidente, más cerca y menos rítmico, hasta que cesó. En ese instante una sombra gigantesca se posó sobre el centro de la calle. Era una especie de dragón que movía su largo cuello de un lado hacia otro.

Estamos en plena psicosis de la desconfianza generalizada. Cada uno de nosotros es analizado y auscultado minuciosamente en distintas ocasiones con el fin de cumplir con algunas pautas preestablecidas para ser admitido como decente. Intente a modo de prueba que le abran la puerta de una farmacia si viene de haber desarmado su auto, y entenderá lo que quiero decir.

Hasta un simple algoritmo informático tiene nuestro futuro en sus manos -o mas bien en sus bits- cuando nos cataloga como: de bajo riesgo, no califica o cualquier otra etiqueta que de como resultado de un análisis frió e inhumano de de la ponderación de un cúmulo de variables que solo Dios y el programador conocen.

Al cabo de unos segundos el sonido reanudó hasta alcanzar un ritmo parejo. Cuando giré la vista pude ver doblando en mi sentido un desvencijado carro tirado por un viejo caballo, transportando lo que me pareció sería una joven familia.

La velocidad del animal era apenas, unos pasos más rápida que la mía. Lo suficiente para alcanzarme y por un largo rato permanecer a la par.
No pude contener mi curiosidad y giré a mi izquierda hasta que mi vista se topó con un cuadro renacentista, pintado en gamas de grises qué soberbio ignoró mí presencia como si fuera una aparición signada por una autoridad superior con el fin de advertir un advenimiento futuro.

Siendo pibe me llamó la atención un cartel que estaba en la calle "Real" que decía "Prohibido el transito a tracción a sangre". Pregunte por curiosidad a mi padre que quería decir esa frase. "Es que hay algunos desubicados que pretenden andar en carro por el centro de la ciudad". !Había llegado el progreso¡

Medio siglo después, los carros se aferran al cemento como los viejos al andador para que la vida no se los lleve.

Cuando el carruaje superó mi paso pude advertir que en él viajaba una joven pareja que seguramente no superaban los treinta años, aunque su apariencia podría presuponer lo contrario. En la parte posterior estaba la madre con uno de sus hijos, en el asiento de adelante el padre con una niña que tenía un peluche violeta en sus brazos.

La pequeña, de unos ocho a diez años de edad no pudo evitar captar mi presencia y cruzamos nuestras miradas como dos desconocidos que comparten por segundos un espacio determinado y al solo efecto de satisfacer una natural curiosidad humana.

Todos vivimos atados a un hilo de esperanza. Aún aquellos que dicen haberla perdido. Siempre creemos que hemos pasado lo peor y en ese caldo de cultivo nacen los políticos mesiánicos que esgrimen el estandarte de la verdad, única y salvadora. Persianas que nunca se subieron. Revoluciones productivas que jamás se produjeron y más de lo mismo por diestra y siniestra. Y en el medio de eso vemos la miseria indigna, intolerable y humillante apoderándose de todo. Que no es la pobreza digna de nuestros padres, cuando iban al colegio con los guardapolvos remendados pero impecablemente blancos y sus tablas prolijamente planchadas. Algo se perdió en el medio, alguien incumplió el contrato, esto no es lo que esperábamos y ... alguien tiene que hacerse cargo


Cooperativas, asociaciones, fundaciones, entidades religiosas y un montón de voluntades humanas ponen el hombro para ocupar espacios vacíos que fueron dejados por un estado en fuga, cobarde y corrupto

De pronto, a unos pocos metros frente a mí, el carro se detuvo. El conductor bajó presuroso y se dirigió hasta el canasto colmado de bolsas de residuos. Saco una y la abrió escrutando su interior con una pericia digna de cirujano, separó algunas cosas que no pude divisar y volvió a cerrarla. Realizó esa misma operación con cada una de las bolsas. No pude seguir viendo porque ya me había adelantado y no era mi voluntad importunar a quien de por si tenía una pesada tarea que realizar.

Cada día miles de expulsados por el sistema son enviados a las calles a una tarea que ya se convirtió en la última esperanza a la que se aferran los que ya casi no tienen esperanza.

Noté que el carro volvió a retomar el camino. En lento paso, pero más rápido que el mío, se fue acercando hasta ponerse a la par. La pequeña, ya con un poco más de confianza buscó la mirada de aquel caminante que ya no era tan extraño. Hasta debo admitir que me sentí acompañado por estos desconocidos que circunstancialmente compartían la misma dirección.
Lentamente superó mi paso y ya unos metros por delante se detuvo para cumplir otro ciclo de escrutinio. Pude ver que el carro quedó justo debajo de una luminaria que lo envolvía con una luz amarillenta mezclada con la bruma de la noche, esta fue la única oportunidad de poder ver detalladamente a sus ocupantes.
Cuando paso junto a ellos veo que yo ya no era ese desconocido caminante de la noche. Note que era esperado por aquella pequeña con una sonrisa tan grande como mi asombro.

A veces me pregunto porque es que aún no estalló todo. Que nos hace distintos a otras latitudes.

Creo que si no fuera por la propia recomposición social es muy probable que en este momento debería estar reinado la total anarquía. La sociedad genera sus propios anticuerpos y se reconstituye a pesar de los esfuerzos que muchos realizan para desarticularla.

Cooperativas, asociaciones, fundaciones, entidades religiosas y un montón de voluntades humanas ponen el hombro para ocupar espacios vacíos que fueron dejados por un estado en fuga, cobarde y corrupto.

La pequeña me siguió con su mirada cómplice, como quien ha encontrado un juego que pudiera mitigar la pesadumbre de vivir una niñez que transcurre inadvertida entre la adversidad y el desasosiego.
Crucé la esquina y continué a paso firme. Detrás mío venía el viejo caballo golpeando cadencioso el cemento húmedo como quien no quiere molestar a un vecino quejoso.
Pronto note que el sonido se iba apagando. Habían doblado.

De la misma manera que aparecieron en mi vida se fueron de ella. Volví a quedarme solo en la oscura y espesa noche.

Ya sin la ocasional compañía volvieron los fantasmas y la paranoia, volvió el miedo y ahora con un agravante, el retumbar de los cascos del caballo en el cemento que no se termina de ir. Un latido que me recuerda que hay quienes no se pueden dar ni el lujo de tener miedo.

 



 

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