Hace miles de años que los hombres acuden a lugares, rituales o prácticas en busca de aliviar sus males. En cada recoveco del planeta hay rastros de antiguos sitios de culto. Desde el alba de la historia, las religiones no han dejado de superponerse unas con otras.

¿Habrán encontrado alguno de estos alquimistas un resultado palpable o solo alimentaron la ignorancia de sus seguidores?

En el interior de Marruecos, cerca de los límites con Argelia, detenido en el tiempo, había un pequeño pueblo habitado en su mayoría por bereberes de distinto linaje.

Algunos aún aferrados a tradiciones de cientos de años. Otros entremezclados en un crisol de etnias habían fabricado las propias. En ese burbujeo se destilaba lo que quedaba de viejos guerreros que supieron ser la pesadilla de la región.

Salpicada en una geografía predominantemente sepia estaba Taureg, con edificaciones de barro y piedra y callejuelas serpenteantes transitadas continuamente por viajeros, comerciantes y lugareños en sus tareas cotidianas. Las ropas coloridas y tradicionales, con turbantes y djellabas, los aromas de especias y el bullicio del mercado que llenaba el aire, daban al lugar un encanto especial.

Pero ese encanto fue bruscamente interrumpido cuando un comerciante de especias vuelve a su casa y su hija no estaba en ella.

Una niña de 12 años, desaparece sin dejar rastro. Lamed, su padre, desesperado, junto a sus amigos y muchos habitantes del pueblo, salen a buscarla incansablemente.

Sin embargo, la niña no aparece. Varias circunstancias y rumores señalan a un beduino de características extrañas como el principal sospechoso. Desde hace días, este personaje merodeaba el lugar y pasaba largas horas en la posada de Kamell, solo en una mesa con varias copas vacías. Después de días de búsquedas infructuosas, finalmente dan con él. Tras un forcejeo, logran dominarlo y Lamed, con el corazón en la garganta, le grita desaforadamente:

-¡Habla! ¿Dónde está mi hija?

El hermano de Lamed coloca una daga en el cuello del beduino.

-Si muero, nunca la encontrarán -advierte el beduino
.
En el forcejeo que sigue, el beduino escapa pero cae por las escaleras, rodando hasta perder la vida. Su sangre corre fluida por las escalinatas, pero a cada paso su caudal se debilita.

Lamed tiene una visión, una llamada: "Sigue el camino de la sangre, te llevará a tu hija". Así, guiado por una fuerza interior, por el amor paternal y por un hilo de sangre que la gravedad traccionaba hacia el interior de la aldea, el anciano llega a una posada repleta de bulliciosos borrachines.

Ya sin fuerza, la sangre se detiene en una ventana que pertenecía al sótano del lugar y al abrirla, Lamed encuentra a su hija, atada de los pies y colgada boca abajo, pero con vida. El ruido y la mordaza habían silenciado sus pedidos de auxilio.

Con sus últimas fuerzas, la libera y abraza con lágrimas en los ojos pero con la certeza que fue bendecido por el destino.

En ese momento, comprende que el beduino no era solo un secuestrador, sino el guardián de un oscuro secreto, traspasado de generación en generación, que al cumplirlo garantizaban los favores de la diosa Neith.
Su verdadero nombre era Rashid, había sido criado en una tribu nómada que veneraba a la diosa Neith, heredando la tarea de proteger sus secretos. Rashid había sido instruido en los antiguos ritos y creencias desde su niñez, y su misión era asegurarse que los rituales se mantuvieran en secreto para preservar el equilibrio y recibir las bendiciones de la diosa.

Los egipcios consideraban que algunos de sus dioses tenían origen libio, como Neith, quien habría emigrado desde Libia para establecer su templo en Sais.

Neith es una antigua diosa de la guerra y la caza, posteriormente creadora de dioses y hombres, divinidad funeraria, diosa de la sabiduría e inventora en la mitología egipcia.

Es preciso destacar también que algunos dioses egipcios presentaban características bereberes propias de la antigua Libia, como Amón ("Ament"), quien llevaba dos plumas, que eran adornos habituales de los libios en la Antigüedad.

En el sótano había un variado surtido de material esotérico: libros, frascos, una fuente de mármol y una daga que parecía hecha con piedra, posiblemente obsidiana.

Cuando llega su hermano y los demás, Lamed les cuenta eufórico que la sangre lo había traído al lugar.

-¿Qué sangre? -dice Salhid.

-¡La del beduino muerto!

-El beduino está vivito y coleando, solo se raspó la cabeza al caer. Lo llevamos a declarar.

El pueblo, al conocer la historia, se divide entre el horror y el asombro. Las antiguas leyendas y supersticiones vuelven a cobrar vida, recordándoles que hay fuerzas más allá de su comprensión que se mueven bajo la superficie.

¿Acaso la diosa, protectora de los tejidos y de los muertos protegió a los vivos? ¿Será que el beduino equivocó el conjuro o solamente las piezas del rompecabezas que llamamos vida se organizaron de una manera inesperada?

Cuando más aumentan nuestros conocimientos, tanto mayor es la impresión que aún está todo por descubrir. Testimonios como los de Lamed nos hacen pensar seriamente si esas fuerzas que aún no conocemos manejan los hilos de la vida o la vida termina siendo un gran escenario de muñecos sin titiritero.