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Batallas, combates y
escaramuzas
La defensa del castillo

Los castillos se protegen
fuertemente porque en el interior se encuentran las
riquezas del reino y, principalmente, los que ostentan
la autoridad junto a su corte de cortesanos y bufones
de turno.
Desde las almenas, vigilan con recelo, mientras en los
alrededores se extiende un caserío en permanente
estado de espera, alimentado con los desperdicios que
arrojan desde la fortaleza. A veces, el festín
es abundante; otras, apenas migajas.
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03 de marzo de
2025

Autor |
@jorgecarusso
para @escobarsite
Ilustración: composición
del autor
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Los extramuros son un hervidero de ilusiones
y resentimientos. Se agazapan allí los aspirantes
al trono, disfrazados de aldeanos, acumulando recursos
y aliándose con mercenarios dispuestos a asaltar
el castillo en la próxima oportunidad. Claro que,
una vez dentro, se convertirán en los nuevos guardianes
de las llaves, cerrando las puertas con doble traba y
asegurándose que nadie más ingrese, salvo
aquellos a quienes convenga sumar al festín.
Porque en esta historia no hay héroes
ni villanos, solo bandos que intercambian posiciones.
Si alguna vez el castillo sucumbe, los nuevos ocupantes
colgarán sus estandartes, celebrarán con
grandes banquetes y lanzarán proclamas de cambio.
Pero el cambio es un truco viejo: los muros seguirán
en pie y el caserío, cada vez más populoso,
seguirá esperando su turno.
En la última batalla, las reglas
del juego se desdibujaron. No se trató de una rebelión
clásica con catapultas y arietes, sino de un enfrentamiento
de otros tiempos, con operaciones en la sombra, campañas
de trolls y enfrentamientos en pasillos oscuros. Uno de
los aspirantes, un caballero que blandía el libro
sagrado como si fuera una espada mágica, se atrevió
a cuestionar a los señores del castillo en plena
asamblea.
Lo que siguió fue una escaramuza de empujones,
amenazas veladas y golpes en las sombras, mientras los
vasallos se dividían entre los que vitoreaban a
su líder y los que fingían no haber visto
nada.
La tensión no solo radicaba en
quién ocupaba el trono, sino en cómo se
manejaban las arcas del reino. Los alquimistas del castillo,
con la venia de su monarca, habían inventado una
moneda de aire y espejismos, prometiendo tesoros que pronto
se esfumaron. Pero la magia financiera no es cosa de plebeyos;
solo los iniciados en el arte de la especulación
pudieron hacer su negocio antes de que todo estallara
en un maremágnum de acusaciones.
Mientras tanto, los heraldos del reino
intentaban distraer con épicas narraciones sobre
la batalla contra el enemigo ancestral, el viejo orden.
Pero los ecos de la trifulca en los pasillos se hicieron
demasiado estruendosos. Los cortesanos se vieron obligados
a explicarse, con discursos encendidos y justificaciones
titubeantes. Desde la fortaleza, el monarca rugió
que todo era una conspiración, mientras su fiel
lugarteniente prometía que los opositores conocerían
su verdadero poder.
Así, la guerra de siempre se reanudó
con nuevas formas y viejas artimañas. El castillo
sigue en pie, aunque sus muros crujen con cada golpe de
realidad. Los extramuros, por su parte, engordan de frustraciones
y promesas incumplidas, esperando su próxima oportunidad
para irrumpir en la fortaleza y tomar el lugar de los
que, tarde o temprano, serán arrojados a la intemperie.
Cuando se derrumben los muros, dará
lo mismo de qué lado se estaba al inicio de la
batalla. El caos será tan grande que los bandos
se mezclarán en una misma masa de perdedores. Y
entonces, como en cada ciclo, comenzará de nuevo
la carrera por reconstruir la fortaleza, esta vez con
un nuevo escudo en la entrada y las mismas viejas llaves
en los bolsillos de los vencedores.
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