Nuestra historia está llena de
tragedias que estremecen y movilizan, pero ¿realmente
alteran el curso de la nación o solo agitan momentáneamente
nuestras conciencias? Desde oscuros episodios de represión
y desapariciones hasta casos recientes como el de Loan
Danilo Peña, cada crimen revela una dolorosa
verdad: somos rehenes de un poder que promueve, tolera
o ignora la corrupción.
La justicia, lejos de actuar como un baluarte imparcial,
se ve influenciada por las mareas de la opinión
pública y los intereses de aquellos en el poder.
Decisiones desconcertantes de funcionarios, como las que
rodean el caso de Loan, revelan una red de intereses que
trascienden el dinero y se entrelazan con el ejercicio
desmedido del poder. ¿Por
qué, durante doscientos años, los gobernantes
no han estado del lado del pueblo sino al servicio de
sus propios privilegios?
La desaparición de Loan no es solo un crimen individual;
es un símbolo de cómo las estructuras de
poder y la corrupción organizada perpetúan
nuestras desventuras. Desde el delito más grande
hasta la corrupción cotidiana, cada capítulo
oscuro de nuestra historia contemporánea refleja
una realidad donde los culpables rara vez enfrentan justicia
mientras el miedo y la impunidad se propagan.
En 2001, clamamos por un cambio radical. En 2015, esperábamos
justicia por un fiscal caído en circunstancias
aún sin resolver. Y ahora, Loan, un niño
que se convierte en moneda de cambio en un juego siniestro
de intereses.
Recordemos a José Luis Cabezas, el fotógrafo
asesinado por capturar la verdad incómoda. Pusimos
nuestras cámaras en el suelo como protesta, pero
la justicia no prevaleció y el miedo ganó
terreno.
Las desapariciones como la de Jorge Julio López,
desvanecido ante la vista de todos, son
heridas abiertas de un sistema que no puede resolver sus
propios crímenes.
La política es como una competencia en la que casi
todos llegan manchados o salpicados por los mismos intereses
que perpetúan la desigualdad y la injusticia. Cuántas
oportunidades hemos tenido para cambiarlo todo y cuántas
veces hemos optado por la resignación, acumulando
un ADN de impunidad que se convierte en el anticuerpo
contra nuestros intentos de cambio.
El caso de Loan debería ser un punto de inflexión,
un llamado a la acción contra la corrupción
que infecta nuestras instituciones y nuestras vidas. Es
hora que exijamos no solo respuestas, sino un cambio radical
en la forma en que se ejerce el poder y se administra
la justicia en nuestra nación. Debemos pasar de
la indignación efímera a la acción
sostenida, de la protesta pasiva a la exigencia activa
de rendición de cuentas.
Pasan cosas terribles a la vista
de todos y estas situaciones nos ponen al borde del abismo,
pero antes de arrojar la botella incendiaria, nos calmamos
y volvemos a casa a esperar la próxima conmoción.
El futuro de nuestra sociedad no puede seguir secuestrado
por los intereses corruptos y la impunidad rampante. Es
hora de tomar las riendas de nuestro destino y exigir
un cambio real, no solo en la retórica, sino en
los actos concretos que transformen nuestra realidad.
Somos un pueblo que tiene más
heridas que cicatrices y no está bien. Una herida
abierta por mucho tiempo se infecta y si no haces algo,
tarde o temprano te llevara a la tumba.
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