En Argentina, el debate sobre la inseguridad
suele surgir tras hechos trágicos que generan un
fuerte reclamo social, tan intenso como efímero.
Luego viene la respuesta política: débiles
promesas, medidas apresuradas y soluciones previsibles.
Nada cambia porque el problema nunca se aborda con profundidad.
Esta precariedad en el análisis
se debe, por un lado, a la falta de formación en
materia de seguridad y, por otro, a la tendencia de los
gobiernos a esquivar el problema con parches y discursos
simplistas.
Desde el caso de María Soledad
Morales hasta el reciente asesinato de Kim Gómez,
la historia argentina está marcada por crímenes
que, con nombre y apellido, movilizaron a la sociedad
y dejaron tras de sí la misma sensación
de impotencia.
Cada caso trajo consigo una "solución mágica",
un anuncio grandilocuente, una promesa de reforma. Pero
todas, sin excepción, pasaron sin aportar cambios
estructurales. Lo que quedó fue incertidumbre,
frustración, dudas, dolor... y la certeza de que
la historia volverá a repetirse.
Políticos sin formación,
medidas sin rumbo
La mayoría de los dirigentes políticos
desconocen tanto la teoría como la práctica
de la seguridad. Su estrategia es delegar el tema en un
policía de confianza, creyendo que la solución
se reduce a "poner más patrulleros en la calle".
Así, la gestión se convierte en un juego
de imágenes: leyes con impacto mediático,
patrullas con sirenas encendidas, operativos espectaculares.
Pero mientras se ignoran las raíces del problema
-narcotráfico, exclusión social, educación,
falta de planificación a largo plazo-, el delito
avanza.
Peor aún: cuando la seguridad se
maneja con criterios partidarios, el miedo y la especulación
bloquean cualquier intento de política de Estado
seria y sostenida en el tiempo.
No es nuevo. En los '90, Menem creyó
que podía resolver el caso de María Soledad
Morales enviando a Catamarca a un "superpolicía"
que golpeaba la mesa con el puño como carta de
presentación. ¿El resultado? El "Doberman"
volvió con el rabo entre las patas. Porque el problema
era mucho más profundo que su estilo de mano dura.
A esta crisis de gestión se suma
la precariedad estructural de las fuerzas de seguridad.
Falta equipamiento, formación y conducción
estratégica. La discusión sobre seguridad
se reduce a números: cuántos policías
hacen falta, cuántos patrulleros hay en circulación.
¿Y la estrategia? ¿Y la prevención?
La delincuencia, en muchos casos, va varios pasos adelante
del Estado, obligándolo a reaccionar. Acción
y reacción. Un esfuerzo costoso, poco reconocido
y mal ejecutado.
Justicia: un sistema colapsado
A la ineficacia política y operativa
se suma un sistema judicial desbordado, con una alarmante
falta de respuesta. Un Poder Judicial que, en muchos casos,
parece más severo con los débiles que con
los poderosos solo fomenta el descreimiento social y la
justicia por mano propia.
Las cárceles, por su parte, han
dejado de ser un espacio de rehabilitación para
convertirse en fábricas de criminalidad, hacinamiento,
violencia y corrupción estructural. Lejos de reinsertar,
perfeccionan a los delincuentes.
Mientras tanto, los organismos de control
del Estado son débiles o directamente funcionales
a la corrupción dentro de las fuerzas de seguridad.
La misma receta, el mismo
resultado
Un claro ejemplo de la improvisación
es el eterno debate sobre la baja de edad de imputabilidad.
Se discute cuando el incendio ya está declarado,
en lugar de evitar que el fuego salga de control. Se insiste
en recetas viejas: más policías, más
patrullaje, más penas. Mientras tanto, se ignoran
medidas que sí podrían cambiar la historia,
como la creación de espacios deportivos y educativos
en barrios vulnerables, escuelas de oficio, pasantías
laborales, etc.
Pero enfrentar al delincuente es más
fácil que atacar las causas del delito. Y en esa
comodidad, las políticas de seguridad se limitan
a calmar la indignación del momento, sin generar
cambios reales.
El legislador tampoco escapa a esta lógica.
El aumento de penas, la creación de nuevas figuras
penales y la restricción de excarcelaciones se
presentan como respuestas firmes, pero suelen ser apenas
un placebo. El impacto es simbólico. Con el tiempo,
todo se diluye.
Una lección en
el dolor
El desafío es construir una política
de seguridad que trascienda gobiernos y partidos, basada
en información confiable y en un enfoque integral.
El municipio, como primer nivel de gobierno, debe liderar
esta tarea junto con Provincia y Nación, en un
marco participativo que incluya a la ciudadanía.
Esto no se logra dinamitando el Estado,
porque su ausencia nos descompone en facciones y nos precipita
al caos. Es lo que algunos llaman "libanizar"
la sociedad: fragmentarla en grupos rivales, cada uno
con su propia ley y su propia justicia.
Sin decisión política,
cualquier intento de cambio será un mero ensayo
sin trascendencia.
Y aquí es donde el testimonio del
padre de Kim Gómez adquiere un peso especial.
En medio de su dolor, sus palabras fueron de una claridad
que rara vez se encuentra en políticos, legisladores
o expertos en seguridad. En vez de gritos de venganza,
habló de sentido común. En vez de odio,
exigió responsabilidad.
Vale la pena escucharlo. No solo por respeto
a su tragedia, sino porque, en su voz, hay una enseñanza
que no deberíamos ignorar.
|