Los números cierran, pero la gente
no. En abril de 2025, una familia tipo necesitó
$1.110.063 para no caer bajo la línea de pobreza.
Para no ser indigente, el ingreso mínimo fue de
$502.291. Cifras que reflejan una brutal paradoja: mientras
se aplaude la desaceleración inflacionaria (2,8%
en abril), el costo de la dignidad sigue en alza.
El "milagro de la estabilidad"
tiene su altar en los gráficos del INDEC, pero
su infierno está en la heladera vacía del
jubilado. Según la Defensoría de la Tercera
Edad, un adulto mayor necesita $1.200.523 para vivir con
lo mínimo indispensable. Sin embargo, la jubilación
mínima ronda los $350.000, bono incluido. Lo que
falta no es un ajuste técnico: es humanidad.
Detrás de cada indicador hay rostros
que no entran en la planilla Excel.
Hay mujeres mayores que parten medicamentos para que rindan
más, abuelos que no encienden la estufa para no
quemar lo poco que tienen, y jubilados que hacen fila
en farmacias mientras escuchan en los medios que "la
inflación está bajo control".
¿A qué costo?
Mientras el Estado celebra la caída del déficit,
miles de adultos mayores ven cómo su poder adquisitivo
se diluye. La canasta básica del jubilado aumentó
un 75,2% en un año, y el bono de $70.000 permanece
congelado desde marzo de 2024. Actualizado por inflación,
debería rondar los $145.000. Pero no. La estabilidad
no se negocia. Ni siquiera con los más frágiles.
La pobreza es más que una cifra:
es la intemperie cotidiana.
Un adulto necesitó en abril $359.244 para no ser
pobre. Pero un jubilado con la mínima recibe menos
de la mitad. La diferencia no es técnica, es política.
Es una decisión.
El Gobierno presume haber evitado el caos
económico. Y, en parte, es cierto. La inflación
bajó, el dólar se estabilizó y algunos
sectores se reactivaron. Pero también es cierto
que la estabilidad se construyó sobre los hombros
de quienes menos pueden resistirla: jubilados, asalariados
informales, niños pobres.
|