Las crisis han marcado la historia reciente
del país: económicas, políticas,
bélicas, sociales. Cada una dejó cicatrices
profundas y soluciones parche. Los gobernantes, lejos
de anticiparse a los problemas, parecen construir barcos
en medio del mar. Las consecuencias siempre recaen sobre
la sociedad.
Pero hay crisis que trascienden
lo material. Cuando el miedo se convierte en el eje de
la vida cotidiana, la prioridad deja de ser crecer y prosperar.
Sobrevivir se vuelve el único objetivo. Contar
los seres queridos al final del día se transforma
en un ritual, cerrar la puerta con llave en un acto de
resistencia.
La inseguridad ha vuelto a sacudir el conurbano. La tragedia
de Kim Gómez expuso una realidad que muchos prefieren
esquivar: el crimen avanza, la violencia crece y las respuestas
del Estado llegan tarde o no llegan.
Mientras la sociedad clama justicia, la dirigencia política
se trenza en una disputa feroz. Desde el gobierno nacional,
Milei exige la renuncia de Kicillof y propone intervenir
la provincia de Buenos Aires, denunciando una "doctrina
prodelincuentes".
Kicillof, por su parte, acusa a la Casa Rosada de desfinanciar
la seguridad bonaerense y de utilizar el dolor con fines
electorales. Las marchas en La Plata, cargadas de indignación,
derivaron en incidentes que alimentaron aún más
la polarización. En medio de todo esto, el miedo
de la gente sigue intacto.
El problema es estructural y no se resuelve con discursos
ni golpes de efecto. Se necesitan políticas de
Estado, coordinación real entre nación y
provincia, y un cambio de paradigma
que saque a la seguridad del barro político.
Pero la dirigencia parece más enfocada en ganar
una batalla mediática que en garantizarle tranquilidad
a la gente.
Hoy, la rueda macabra comienza otro ciclo. Otra vez, el
dolor se transforma en reclamo. Otra vez, surgen soluciones
mágicas, palabras grandilocuentes, promesas de
inversiones y refuerzos de seguridad que parecen improvisados.
Pero no alcanza. No basta con sumar patrulleros ni endurecer
discursos. Es urgente recuperar la cultura del trabajo,
fomentar la educación, enseñar oficios,
dar ejemplos, cambiar los modelos de ídolos y,
sobre todo, dejar de subestimar la inteligencia de la
sociedad con relatos que distorsionan la realidad.
No importa tanto dónde
estamos parados, sino hacia dónde vamos. No es
lo mismo estar en la cocina yendo hacia el living que
estar en la cocina camino a la puerta de servicio, esa
que se abre hacia un callejón oscuro y sin salida.
Por lo visto, ese parece ser el destino elegido.
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