No todas las historias policiales terminan
mal. Aunque últimamente parezca que la violencia
se ha vuelto moneda corriente, todavía existen
relatos que nos recuerdan que la comunidad sigue viva,
que la solidaridad no es un valor perdido.
La audiencia huye de los titulares que
chorrean tragedia. Es entendible. Cada día nos
enfrentamos a nuestra propia dosis de realidad, de preocupaciones,
de miedos. Sin embargo, hay historias que merecen ser
contadas, no por el morbo, sino porque en ellas palpita
la esencia de lo humano.
En la noche del miércoles, cuando
el calor de la jornada aún se hacía sentir,
Héctor miró por la ventana y notó
algo inusual: una rendija de luz en la puerta de su vecina
Marta. Era un pequeño detalle, pero suficiente
para hacerle ruido. La puerta parecía entreabierta.
Quizás había salido un momento, pensó,
y volvió a sus asuntos. Pero cuando, un rato después,
volvió a mirar, la imagen era la misma. Algo no
andaba bien.
Marta es una mujer de más de ochenta
años, con la vista disminuida. Vive sola, pero
no está sola: los vecinos siempre están
atentos, pendientes de que no le falte nada. Pero esa
noche, Héctor sintió que su deber iba más
allá de una simple mirada casual. La inquietud
lo carcomía.
Pasó una hora y la puerta seguía
igual. Ya en su cama, intentó convencerse de que
no era nada, que tal vez Marta simplemente había
olvidado cerrarla bien. Pero la incertidumbre se le instaló
en el pecho. Finalmente, se vistió, cruzó
la calle y llamó desde la vereda. Nada. Silencio
absoluto.
La verja estaba cerrada, pero con un pequeño
impulso podía sortearla. ¿Y si lo hacía?
¿Y si algo realmente andaba mal? Pero también
¿y si todo estaba en orden y terminaba metiéndose
en un problema innecesario?
Dudó, pero no demasiado. Tomó
su celular y llamó a Ojos y Oídos en Alerta.
Con una mano sostenía el teléfono, con la
otra, el botón de la alarma domiciliaria. Del otro
lado, los operadores le dieron instrucciones. En minutos,
una patrulla de la seguridad local llegó al lugar.
Dos agentes jóvenes, atentos, serenos. Revisaron
el frente, tocaron la puerta, llamaron. Finalmente, confirmaron
que Marta estaba bien. Solo había cerrado mal.
Nada grave. Nada de qué preocuparse.
Héctor suspiró aliviado.
Volvió a su casa y trató de dormir. Pero
la adrenalina no lo dejaba. Media hora después,
un reflejo de luces intermitentes entró por su
ventana. Se asomó. La patrulla había regresado.
Los oficiales querían asegurarse, una vez más,
de que todo estuviera en orden.
Esta historia no será titular de
ningún diario. No la verás destacada en
redes ni en programas de televisión. No tiene el
dramatismo de un hecho delictivo ni el impacto de una
tragedia. Pero importa. Porque habla de esos lazos invisibles
que sostienen una comunidad, de la preocupación
genuina por el otro, de la certeza de que la seguridad
no es solo una cuestión de patrullas y alarmas,
sino también de humanidad.
Estas historias también existen.
Corren a la par de las otras.
Y merecen ser contadas.
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