El caso que conmueve
En Estados Unidos, hace apenas unos días, nació
un bebé cuyo embrión había sido congelado
en 1992. Treinta años en suspensión criogénica,
esperando -como si el tiempo fuera solo una pausa de laboratorio-
a que la vida siguiera su curso. Y siguió. Se trató
de una donación de embriones realizada décadas
atrás. La familia receptora, sin vínculo
biológico con el embrión, decidió
implantarlo ahora.
La ciencia cumplió. La biología respondió.
El milagro -si se le quiere llamar así- ocurrió.
La historia familiar
El 26 de julio de 2025, en una habitación de hospital
de Ohio, nació Thaddeus Daniel Pierce, un bebé
que ya había batido un récord mundial antes
de dar su primer aliento. Su llegada marca un hito extraordinario
en la medicina reproductiva: se desarrolló a partir
de un embrión que permaneció congelado durante
más de 30 años, convirtiéndose en
el caso documentado de conservación embrionaria
más prolongado del que se tenga registro. Los medios
estadounidenses no tardaron en llamarlo "el bebé
más viejo del mundo".
La historia comenzó en los años noventa,
cuando Linda Archerd, entonces de 31 años, enfrentaba
la infertilidad. Tras seis años de intentos fallidos,
recurrió con su esposo a la fertilización
in vitro. El procedimiento generó cuatro embriones:
uno fue implantado de inmediato, dando lugar al nacimiento
de una hija sana. Los otros tres fueron almacenados por
si acaso.
El acaso duró tres
décadas
Tras divorciarse, Linda asumió la custodia legal
y el costo del almacenamiento: mil dólares anuales
durante años. Nunca volvió a implantarlos.
Pero tampoco los descartó. Y eso cambió
el curso de una vida que aún no había comenzado.
El reloj biológico
de la humanidad
La criopreservación de embriones humanos comenzó
en los años 80, pero sus raíces científicas
se remontan a experimentos con gametos animales de mediados
del siglo XX. Desde entonces, la ciencia avanzó
con pasos firmes: mejores técnicas, mayor tasa
de éxito, menor tasa de rechazo... y, al mismo
tiempo, mayores dilemas.
Treinta años atrás, el mundo era otro. En
1992, Argentina vivía la convertibilidad, Menem
era presidente, y un joven Bill Clinton ganaba las elecciones
en EE. UU. El niño que nació hoy, en un
2025 tan distinto, es biológicamente hijo de los
años noventa, pero existencialmente hijo del presente.
¿Qué ocurre cuando la vida se desarrolla
en un tiempo, pero se manifiesta en otro?
El tiempo y la identidad
El tiempo, para Thaddeus, no fue una línea continua,
sino un paréntesis prolongado. Mientras el mundo
giraba, él permanecía en suspensión,
ajeno a guerras, inventos y cambios culturales. Su existencia
no comenzó al nacer, sino al ser concebido; pero
durante tres décadas fue una posibilidad en pausa.
Protegido de todos los avatares de la existencia y a su
vez súper vulnerable
esperó.
No todo tiempo es biológico. Existe también
un tiempo existencial: aquel que se teje entre las esperas,
los vínculos que aún no ocurren, los contextos
que todavía no se han formado. El cuerpo de este
niño fue creado en los años noventa, pero
su vida pertenece al presente. Es biológicamente
hijo del pasado, pero emocional y culturalmente será
moldeado por este 2025 que lo recibe.
Su generación no se define por el año de
concepción, sino por la época en la que
crecerá, se educará, construirá vínculos.
Su relato vital incluirá un prólogo inusual:
"Yo fui un embrión dormido durante 30 años".
La autonomía y
la libertad
Thaddeus llegó al mundo como resultado de una cadena
de decisiones ajenas: fue concebido por otros, preservado,
donado y finalmente implantado por personas que no conocía.
Como todo ser humano, nació sin elegir nacer. Pero
en su caso, esa falta de voluntad se amplía a territorios
insospechados.
Hoy, la planificación familiar ya no solo organiza
embarazos: puede definir cuándo y en qué
contexto alguien llegará a ser. La vida se transforma
en un proyecto que puede posponerse, intercambiarse o
reactivarse. La autonomía se hereda con historias
previas. Historias decididas mucho antes de que uno pueda
pensarse como sujeto.
La vida potencial vs.
la vida real
Un embrión crio preservado es más que una
célula, pero menos que una persona. Habita un umbral
difícil de nombrar: no es una promesa, pero tampoco
es ausencia. Está ahí, latente, con toda
su carga genética intacta, esperando ser llamado
a la existencia.
Desde el punto de vista biológico, el tiempo no
transcurre en nitrógeno líquido. Pero desde
una mirada ética, sí hay una distancia:
cada año que pasa sin que ese embrión sea
implantado pone de relieve que la vida no es solo biología.
La vida también es decisión, acto de voluntad,
reconocimiento.
Y ahí se insinúa el dilema. Si se lo descongela,
comienza una existencia. Si se lo descarta, desaparece
sin haber sido. No hay punto medio.
Lo potencial no es neutro. Lo real no es inevitable.
Tecnología y ética
La ciencia ya no solo cura: ahora puede decidir cuándo
empieza la vida. Con cada avance, nos alejamos un poco
más del azar y nos acercamos al diseño.
¿Es eso malo? No necesariamente. Pero sí
implica nuevas responsabilidades y quizás nuevos
marcos regulatorios.
Seres humanos extemporáneos -concebidos en una
época, nacidos en otra- son ya una realidad. La
pregunta no es si podemos hacerlo, sino si entendemos
qué significa hacerlo. El origen ya no está
en manos del destino. Está en manos humanas.
Cada nueva técnica -desde la fertilización
hasta la edición genética- aumenta nuestro
margen de control, pero también nuestro margen
de error moral. ¿Queremos vidas programadas? ¿O
simplemente posibles? ¿Dónde está
el límite entre el avance y la arrogancia?
Y lo impensable: ¿ y si un día se desarrolla
un útero artificial
a donde nos lleva todo
esto?
¿Podríamos, eventualmente, el día
de mañana, enviar una nave incubadora al espacio
con millones de vidas latentes que al llegar, en un millón
de años, se activen para desembarcar en un nuevo
mundo? Y sí, porque no.
La sala de espera del
ser
Entre el no ser y el ser hay un espacio sin nombre. Un
umbral que antes era dominio de la religión o la
filosofía, y hoy también de la tecnología.
Algunas culturas imaginaron ese espacio: el Bardo tibetano,
donde el alma espera su reencarnación; las almas
platónicas que aguardan su encarnación;
o incluso la conciencia cuántica que "sintoniza"
un cuerpo, como una radio.
Quizás un embrión congelado sea eso: un
cuerpo en espera, una nota aún no tocada. No tiene
conciencia, pero tiene código. No respira, pero
puede hacerlo. No es nada, pero podría serlo todo.
De hecho nunca sabremos que porción de la historia
habría escrito cada embrión descartado y
como modifico la existencia su no existencia.
¿Y si nadie la
llama?
Miles de embriones permanecen crio preservados. No son
residuos, pero tampoco personas. No generan duelo si se
pierden, pero sí incomodidad. No se los considera
sujetos, pero hay algo que impide pensarlos como meros
descartables.
El problema no es la espera. Lo inquietante es el olvido.
Lo perturbador es que puedan ser desechados como si nunca
hubieran contenido la posibilidad de alguien.
Ahí aparece una disonancia difícil de resolver:
no se rechaza la ciencia ni la pausa, pero cuesta aceptar
el descarte. Algo se rebela frente a la idea de apagar
sin duelo una vida que pudo haber sido.
No todos pueden resolver la situación como Linda
Archerd. El hecho que sea noticia evidencia su excepcionalidad.
Tal vez en alguna esquina del infinito exista una sala
donde lo que aún no es espera ser llamado. No sabe
si será, ni cuándo, ni si alguien recordará
que existe. Espera, simplemente. Como una partitura que
aún no ha sido interpretada. Si nadie la toca,
¿es música? Si nadie lo llama, ¿es
vida?
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