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El odio como combustible de época


¿Y si el diablo no está afuera?


Un recorrido por los mecanismos históricos, psicológicos y sociales del odio como herramienta de control y poder


4 de mayo de 2025

Fuente del contenido | @jorgecarusso para @escobarsite



Dicen que, en alguna ruta polvorienta del fin del mundo, un joven vendió su alma al diablo.
Lo esperaba en la esquina, justo donde dos caminos se cruzan. No había señales. No había testigos. Solo la promesa de unos pocos años de prosperidad a cambio de un precio que no se paga con dinero.

La historia está llena de pactos como este. Pactos silenciosos, desesperados, sin testigos. También está llena de épocas marcadas por la oscuridad, el fanatismo y la violencia.
La Edad Media -mal llamada "Oscura" entre los siglos V y XV- es apenas una de ellas. Pero no fue la única.

Hubo tiempos en que el odio tuvo forma y nombre. Se lo identificaba, se lo invocaba, se lo usaba como motor.
Era útil. Era necesario. Y, como en la leyenda del cruce de caminos, siempre había alguien dispuesto a ceder el alma a cambio de poder, control o sentido.
Tal vez hoy estemos en otra de esas épocas.

Una donde el odio ya no lleva cuernos ni capa, pero sigue ofreciéndonos dones. Nos promete pertenencia. Certezas. Superiores morales. Falsas verdades.

Pero ¿qué nos pide a cambio? ¿Y si el precio esta vez no es el alma… sino la empatía? ¿Y si el diablo, ahora, no está afuera? ¿Y si vive dentro de nosotros, y lo alimentamos cada vez que preferimos odiar antes que entender?

Introducción:

En cierta época -y no hace tanto- se quemaban libros en plazas públicas y se marcaba con estrellas a los que pensaban distinto. Hoy, los fuegos no crepitan en las piras, pero arden en los hilos de las redes y en los comentarios de las noticias. Se odia con memes, con zócalos de TV, o con stickers de WhatsApp.

En la Edad Media, se colgaban muñecos de paja en la plaza del pueblo y se les prendía fuego entre aplausos. Hoy, el muñeco se llama "disidente" y la paja es un tuit desafortunado. Las llamas ya no calientan: ahora queman el prestigio, la dignidad o simplemente el deseo de volver a hablar.

Me cité con cuatro personas en un café de barrio. A la mesa se sentaron un psicólogo, un psiquiatra, un abogado con años en la trinchera, un ex juez con experiencia de sobra y yo, periodista, que más que preguntar, quería entender.
Ninguna piensa igual a la otra. Todos queremos saber qué es esto que nos habita, que a veces nos domina, y que rara vez reconocemos.

El tema era el odio. No el que duele por dentro, sino el que se organiza, se viraliza, se aplaude. El que aparece cuando alguien -digamos, un ciudadano insatisfecho- cuestiona el orden establecido y se convierte, de pronto, en enemigo del pueblo.

Anoto ideas y me pregunto: "¿Y si el odio es una forma de no pensar? ¿Un atajo que nos evita la angustia de entender lo complejo?"
Porque odiar es más rápido que comprender. Más fácil que discutir. Más cómodo que revisar. Es el fuego que no alumbra, pero calienta al grupo. El odio, como el pan, llena… solo por un rato, aunque al final empache.
Cierro los ojos y pienso: ¿a quién le pertenece el odio? ¿A la víctima? ¿Al agresor? ¿A los que aplauden desde la tribuna?

¿Y qué hacemos con esa silla vacía, la del que piensa distinto, aquel que invite a charlar y no quiso venir?

Conversaciones sobre el odio. Los que saben

Intervención del abogado (69)
"El odio, aunque suene extremo, se ha convertido en una estrategia política. Ya no se trata de discutir ideas, sino de instalar enemigos. Y eso -lamentablemente- no ocurre solo en nuestro país: es un fenómeno global, con matices locales.
Lo preocupante es que esta mecánica baja sin filtro hasta la gente común, desprevenida, que absorbe esos discursos sin tener herramientas para procesarlos. Así, el odio se contagia, se replica y se vuelve parte de la conversación cotidiana, incluso en contextos donde no tiene razón de ser.
Desde mi mirada legal y cívica, no se puede dejar de señalar a las plataformas digitales como agentes activos de este proceso. Las redes sociales, potenciadas por algoritmos que premian el escándalo y el conflicto, priorizan la viralización del odio por sobre cualquier contenido constructivo. ¿El objetivo? Simple: clicks, atención, dinero.
Estamos ante una maquinaria que combina intencionalidad política, tecnología sin control y una sociedad cada vez más desinformada y emocionalmente vulnerable. Y eso -como todo lo que no se regula a tiempo- puede terminar en un caos del que después nadie se hace cargo."

Intervención del ex juez (74)
El ex juez reflexiona con preocupación sobre el deterioro del vínculo humano en la sociedad actual. Observa una creciente incomunicación pese al avance tecnológico, una pérdida de valores fundamentales como el respeto, el amor y la responsabilidad, y una invasión de lo mediático y lo político que desvió el foco de lo esencial. Señala que esta falta de referentes y la ausencia de objetivos comunes en la familia y la educación han dado paso al odio como emoción dominante, expresado en rechazo, resentimiento y violencia sin justificación clara. Desde su experiencia judicial, recuerda casos que ilustran la banalización de la ética. Denuncia un enfrentamiento social entre excluidos y privilegiados, y cuestiona si aún estamos a tiempo de revertir este rumbo. Pide, desde el corazón, un cambio urgente, simple y respetuoso del orden y la ley, para recuperar lo perdido y no resignarse al fracaso como destino.

Intervención del psiquiatra (75)
"El odio no siempre se expresa con gritos ni con violencia física. A veces es un silencio espeso. Un gesto que aparta. Un término que deshumaniza.
En consulta, lo veo en las narrativas íntimas de los pacientes: 'ese que no piensa como yo', 'ese que no merece', 'ese que me quita'. La mente humana necesita construir un enemigo para ubicar su dolor, su impotencia o su fracaso. No porque sea débil, sino porque está desbordada. Y la política, si lo permite, hace de ese desborde una herramienta.
Vivimos tiempos en los que muchas personas sienten que han sido excluidas de algo: del futuro, del reconocimiento, de un lugar en la mesa común. Ese sentimiento, si no se elabora, busca responsables. Y cuando alguien en el poder señala al culpable, le está ofreciendo alivio. Una catarsis rápida, aunque sea tóxica.
Yo ya no hablo de 'psicopatologías del odio'. Prefiero decir: son residuos emocionales que alguien decidió reciclar para otros fines.
La psiquiatría puede medicar el síntoma, pero no la cultura que lo fomenta. Y hoy veo más que nunca que el odio se volvió contagioso porque está siendo promovido con discurso y estética. Porque conviene. Porque anestesia. Porque distrae."

Intervención del psicólogo (33)
"El odio es mal consejero, enfermedad inconsciente, dice José Larralde en su obra Herencia pa' un hijo gaucho. Una línea tan certera como vigente en estos tiempos, donde el odio se ha convertido en la herramienta por excelencia -y me atrevería a decir, en la única- en la dinámica de la política actual.
Sabemos, a través de las enseñanzas de Freud, que el odio es el primer tipo de vínculo que se establece con aquello que no es 'Yo'. En el infante incipiente, todo lo placentero es Yo; todo lo displacentero, lo otro. Es decir, lo no-Yo: el objeto, el otro.
No hace falta profundizar en más teorizaciones para entender el funcionamiento de ciertas lógicas actuales: el odio crece ante la diferencia, ante aquello con lo que no me identifico, ante la necesidad de diferenciarme. Es un modo de operar que ni siquiera alcanza lo infantil, y que detiene toda posibilidad de lazo con el otro. Y, por añadidura, de construcción y proyección como sociedad.
Lamentablemente, creo que no hay partido ni actor político que hoy opere por fuera de esta lógica. Se apunta a dividir, a marcar diferencias, a definir enemigos bajo categorías absurdas. Se pierde incluso la posibilidad de pensar al otro como un ser humano al que también le pasan cosas, igual que a uno.
Y lo más grave: ya no se busca el bienestar del prójimo -y por consecuencia, el propio-, sino su destrucción. Incluso cuando el precio de esa destrucción es la propia."

Papeles sueltos: juntando las ideas

Antes de terminar, abro los dobleces que me acompañaron durante este proceso. Hay frases escritas en servilletas, sobres de azúcar y en la cartilla de un menú. Ninguna fue pensada para ser publicada, pero todas me ayudaron a llegar hasta aquí...
Tengo tanto que no se por donde comenzar, pero lo voy a intentar. En forma desprolija, arrebatada, junto todo lo que puedo y lo pongo en el cuaderno de notas con el terror de perder algo valioso. Todo era valioso.

La historia

El odio al distinto: cómo la historia lo convirtió en herramienta de poder
A lo largo de los siglos, el odio hacia el otro -ya sea por su religión, raza, cultura o lengua- fue utilizado para consolidar imperios, justificar conquistas y sostener sistemas de opresión. No nació en el corazón de los pueblos, sino en la estrategia de los poderosos. Aquí algunos ejemplos clave:

Pizarro y la conquista del Perú (siglo XVI)
El encuentro entre Francisco Pizarro y el Imperio Inca no fue solo una conquista territorial: fue una imposición cultural violenta. Para justificar la destrucción de una civilización avanzada, se la demonizó. El "otro" era pagano, bárbaro, y por lo tanto merecía ser sometido o eliminado. El odio se vistió de cruz, y la cruz, de espada.

La esclavitud africana (siglos XVI-XIX)
Millones de personas fueron arrancadas de sus tierras, vendidas como mercancías y deshumanizadas sistemáticamente. El racismo, sostenido por pseudociencias, religiones y legislaciones, no fue una consecuencia: fue una construcción necesaria para legitimar el negocio. Odiar al esclavo era parte del sistema.

La Inquisición y la persecución de "herejes" (siglos XV-XVIII)
El poder eclesiástico necesitó de enemigos internos para afianzar su hegemonía. Judíos, musulmanes, protestantes y hasta mujeres sabias (acusadas de brujería) fueron perseguidos y ejecutados. El odio al que piensa distinto se convirtió en dogma, y el silencio en garantía de paz… para los inquisidores.

Las guerras de religión en Europa (siglos XVI-XVII)
Católicos y protestantes se enfrentaron con una crueldad difícil de justificar. La diferencia doctrinaria se convirtió en un pretexto para masacres, saqueos y guerras de poder. El odio, cuidadosamente cultivado por clérigos y reyes, encendió a pueblos enteros.

"La historia nos enseña que el odio no es espontáneo. Es sembrado, cultivado y explotado. Detrás de cada cruzada, cada esclavitud, cada inquisición, hubo un cálculo. Hoy los rostros cambian, pero las técnicas sobreviven."

Podríamos ampliar pero es innecesario y doloroso.

El odio: El combustible necesario para que la política siga en movimiento

En distintas épocas, la política recurrió a diversos motores para mantenerse en marcha: el miedo, el hambre, las necesidades básicas… y el odio. Eso, en el mejor de los casos, cuando no apeló directamente a la fuerza.
El odio -esa pasión oscura, corrosiva, infecciosa- tiene una explicación evolutiva. En los orígenes de la especie, aborrecer a ciertos otros podía ser una cuestión de supervivencia.

Nietzsche lo decía sin rodeos: "El hombre de conocimiento debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos".
Porque el odio, en ciertas dosis, mantiene alerta. En tiempos de falso consenso -cuando todos asienten por miedo a desentonar- solo el que odia de verdad puede ver con claridad. En el pasado, esa lucidez podía marcar la diferencia entre vivir o morir.

Aristóteles iba por otra vía: el odio como una ira encapsulada, no desahogada. Para alejarnos de lo que alguna vez amamos, necesitamos aborrecerlo. Si no podemos gritar, el veneno se queda adentro. Y se enquista. Se vuelve crónico. Y aunque nos devora, nos mantiene en pie.

El psicoterapeuta Luis Muiño lo desarrolla con precisión en La verdadera cara del odio. Un sentimiento universal, inevitable y -mal gestionado- profundamente peligroso.

La espiral del silencio

La alemana Elisabeth Noelle-Neumann formuló su "espiral del silencio" para explicar un fenómeno inquietante: el miedo al aislamiento hace que muchos prefieran callar.
Tememos ser los únicos en disentir. Dudamos de nuestro propio juicio. Y en esa duda, gana la mayoría. Se instala el "carro del vencedor", al que todos quieren subirse. No por convicción, sino por temor.
La sociedad amenaza al disidente con el aislamiento. El individuo teme ese aislamiento. Por miedo, evalúa constantemente el clima de opinión. Esa evaluación condiciona su comportamiento. El ciclo se repite. Y callar se vuelve norma.

Hybris nacional

Lo preocupante no es sólo el líder. Es el silencio que lo rodea. Cuando los colaboradores racionales se colocan en el lugar de justificar lo injustificable, la democracia comienza a erosionarse.

No se trata de un personaje en particular. El verdadero diablo que negocia es la desmesura, esa hybris que anida en ciertas personalidades y se alimenta de aduladores sin coraje.

Dejar pasar lo inadmisible es invitarlo a quedarse. Es legitimar el atropello. Y cuando la política se nutre del odio como combustible, lo que se mueve ya no es la historia, sino la ruina.

La lupa torcida

Vivimos en una época donde el termómetro social no se calibra con principios, sino con impresiones. La atención pública se consume con el escándalo fácil, el ruido inmediato, lo que "mueve la aguja".

Mientras tanto, individuos con estilos de vida dignos de magnates -autos de lujo, mansiones, viajes ostentosos- siguen paseándose sin que sepamos exactamente de qué viven. ¿Empresarios? ¿Asesores? ¿Funcionarios reciclados? ¿Intermediarios? Nadie lo pregunta. O peor: lo asumimos con naturalidad.
¿Por qué nos enoja lo pequeño y no lo importante? ¿Por qué nos indigna más un comentario desafortunado que la acumulación impune de riqueza sin origen claro?


El odio como cortina

El odio es útil. Canaliza frustraciones. Nos hace sentir partícipes. Pero también nos distrae. Mientras discutimos sobre si un artista debería o no hablar de precios, el poder real se mueve sin ser cuestionado. Y lo peor: no le interesa evitar el odio, sino administrarlo. Usarlo como combustible. Dirigirlo hacia donde no les duela.

Odio sin bandera: mercenarios del caos

Durante décadas, las ideologías contuvieron pasiones, incluso las más destructivas. Daban sentido, encuadre, propósito. Pero cuando esas estructuras se diluyeron -ya sea por desgaste interno o por haber sido derribadas a propósito- quedaron libres energías antes contenidas. Y lo que no encuentra cauce, desborda.

Hoy vemos cómo esas fuerzas desatadas actúan sin marco, sin causa, sin horizonte. Se ofrecen al mejor postor. Son los nuevos soldados del caos: odiadores a sueldo del que paga más. Pueden vestirse de moral, de justicia, de verdad… pero solo repiten el libreto que les dictan. En redes, en medios, en pasillos.

Ya no odian por convicción. Odian por encargo. Por encaje. Por click.
Y en esa lógica mercenaria, el odio se volvió un servicio tercerizado, silencioso, devastador. Como una bomba que estalla y nadie se hace cargo de haber armado.

Gobernar ya no es decidir: es monitorear

Mientras más nos desgastamos en escándalos de cotillón, más legitimamos la estructura que naturaliza la desigualdad. La pregunta es incómoda, pero necesaria:
¿Para quién se gobierna cuando el que calla acumula y el que habla arde en la hoguera?
Hoy se gobierna mirando encuestas, reacciones en redes, focus groups. Si no genera click, no importa. Si no arde, no existe. Entonces, ¿para quién se gobierna?
No para el ciudadano que sufre en silencio la precariedad, la desigualdad, el costo de vivir.
Se gobierna para quien marca el ritmo del enojo público. Para quien puede amplificar lo banal y silenciar lo incómodo. Para quien sostiene el relato que "mueve la aguja".

El verdadero demonio es la lógica que permite que personalidades desequilibradas, con hybris descontrolada, conviertan la política en una terapia de megalomanía. Y que, en lugar de resistir, la sociedad normalice el sometimiento. Silencios cómplices, adulaciones obligadas, miedo al aislamiento. Todo eso forma parte del paisaje.

Me pregunto: ¿qué pasa si un gobernante deja de tener enemigos? ¿A quién odian entonces sus seguidores? ¿Dónde ponen el foco?

Ahí comprendo quién es el que anda con el bidón de combustible, rociando los pequeños focos de fuego.


No todo caos es un error. A veces es una estrategia. Y no todo discurso de ruptura es valiente: a menudo, es funcional. Por eso, frente al odio, no alcanza con indignarse. Hay que entenderlo, rastrearlo, y como sociedad, decidir si lo vamos a seguir alimentando.

"Tal vez el verdadero desafío no sea apagar el fuego… sino atrevernos a hablar antes que arda."

 


 


Sobre la Firma
                 @jorgecarusso | linkedin.com/in/jorgecarusso | 
                 Periodista profesional Matricula 14.856 Ley 12.908

 






 


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