Dicen que, en alguna ruta polvorienta
del fin del mundo, un joven vendió su alma al diablo.
Lo esperaba en la esquina, justo donde dos caminos se
cruzan. No había señales. No había
testigos. Solo la promesa de unos pocos años de
prosperidad a cambio de un precio que no se paga con dinero.
La historia está llena de pactos como este. Pactos
silenciosos, desesperados, sin testigos. También
está llena de épocas marcadas por la oscuridad,
el fanatismo y la violencia.
La Edad Media -mal llamada "Oscura" entre los
siglos V y XV- es apenas una de ellas. Pero no fue la
única.
Hubo tiempos en que el odio tuvo forma y nombre. Se lo
identificaba, se lo invocaba, se lo usaba como motor.
Era útil. Era necesario. Y, como en la leyenda
del cruce de caminos, siempre había alguien dispuesto
a ceder el alma a cambio de poder, control o sentido.
Tal vez hoy estemos en otra de esas épocas.
Una donde el odio ya no lleva cuernos ni capa, pero sigue
ofreciéndonos dones. Nos promete pertenencia. Certezas.
Superiores morales. Falsas verdades.
Pero ¿qué nos pide a cambio?
¿Y si el precio esta vez no es el alma
sino
la empatía? ¿Y si el diablo, ahora, no está
afuera? ¿Y si vive dentro de nosotros, y lo alimentamos
cada vez que preferimos odiar antes que entender?
Introducción:
En cierta época -y no hace tanto- se quemaban libros
en plazas públicas y se marcaba con estrellas a
los que pensaban distinto. Hoy, los fuegos no crepitan
en las piras, pero arden en los hilos de las redes y en
los comentarios de las noticias. Se odia con memes, con
zócalos de TV, o con stickers de WhatsApp.
En la Edad Media, se colgaban muñecos
de paja en la plaza del pueblo y se les prendía
fuego entre aplausos. Hoy, el muñeco se llama "disidente"
y la paja es un tuit desafortunado. Las llamas ya no calientan:
ahora queman el prestigio, la dignidad o simplemente el
deseo de volver a hablar.
Me cité con cuatro personas en un café de
barrio. A la mesa se sentaron un psicólogo, un
psiquiatra, un abogado con años en la trinchera,
un ex juez con experiencia de sobra y yo, periodista,
que más que preguntar, quería entender.
Ninguna piensa igual a la otra. Todos queremos saber qué
es esto que nos habita, que a veces nos domina, y que
rara vez reconocemos.
El tema era el odio. No el que duele por dentro, sino
el que se organiza, se viraliza, se aplaude. El que aparece
cuando alguien -digamos, un ciudadano insatisfecho- cuestiona
el orden establecido y se convierte, de pronto, en enemigo
del pueblo.
Anoto ideas y me pregunto: "¿Y si el odio
es una forma de no pensar? ¿Un atajo que nos evita
la angustia de entender lo complejo?"
Porque odiar es más rápido que comprender.
Más fácil que discutir. Más cómodo
que revisar. Es el fuego que no alumbra, pero calienta
al grupo. El odio, como el pan, llena
solo por un
rato, aunque al final empache.
Cierro los ojos y pienso: ¿a quién le pertenece
el odio? ¿A la víctima? ¿Al agresor?
¿A los que aplauden desde la tribuna?
¿Y qué hacemos con esa silla
vacía, la del que piensa distinto, aquel que invite
a charlar y no quiso venir?
Conversaciones sobre el
odio. Los que saben
Intervención del abogado (69)
"El odio, aunque suene extremo, se ha convertido
en una estrategia política. Ya no se trata de discutir
ideas, sino de instalar enemigos. Y eso -lamentablemente-
no ocurre solo en nuestro país: es un fenómeno
global, con matices locales.
Lo preocupante es que esta mecánica baja sin filtro
hasta la gente común, desprevenida, que absorbe
esos discursos sin tener herramientas para procesarlos.
Así, el odio se contagia, se replica y se vuelve
parte de la conversación cotidiana, incluso en
contextos donde no tiene razón de ser.
Desde mi mirada legal y cívica, no se puede dejar
de señalar a las plataformas digitales como agentes
activos de este proceso. Las redes sociales, potenciadas
por algoritmos que premian el escándalo y el conflicto,
priorizan la viralización del odio por sobre cualquier
contenido constructivo. ¿El objetivo? Simple: clicks,
atención, dinero.
Estamos ante una maquinaria que combina intencionalidad
política, tecnología sin control y una sociedad
cada vez más desinformada y emocionalmente vulnerable.
Y eso -como todo lo que no se regula a tiempo- puede terminar
en un caos del que después nadie se hace cargo."
Intervención del ex juez (74)
El ex juez reflexiona con preocupación sobre el
deterioro del vínculo humano en la sociedad actual.
Observa una creciente incomunicación pese al avance
tecnológico, una pérdida de valores fundamentales
como el respeto, el amor y la responsabilidad, y una invasión
de lo mediático y lo político que desvió
el foco de lo esencial. Señala que esta falta de
referentes y la ausencia de objetivos comunes en la familia
y la educación han dado paso al odio como emoción
dominante, expresado en rechazo, resentimiento y violencia
sin justificación clara. Desde su experiencia judicial,
recuerda casos que ilustran la banalización de
la ética. Denuncia un enfrentamiento social entre
excluidos y privilegiados, y cuestiona si aún estamos
a tiempo de revertir este rumbo. Pide, desde el corazón,
un cambio urgente, simple y respetuoso del orden y la
ley, para recuperar lo perdido y no resignarse al fracaso
como destino.
Intervención del psiquiatra (75)
"El odio no siempre se expresa con gritos ni con
violencia física. A veces es un silencio espeso.
Un gesto que aparta. Un término que deshumaniza.
En consulta, lo veo en las narrativas íntimas de
los pacientes: 'ese que no piensa como yo', 'ese que no
merece', 'ese que me quita'. La mente humana necesita
construir un enemigo para ubicar su dolor, su impotencia
o su fracaso. No porque sea débil, sino porque
está desbordada. Y la política, si lo permite,
hace de ese desborde una herramienta.
Vivimos tiempos en los que muchas personas sienten que
han sido excluidas de algo: del futuro, del reconocimiento,
de un lugar en la mesa común. Ese sentimiento,
si no se elabora, busca responsables. Y cuando alguien
en el poder señala al culpable, le está
ofreciendo alivio. Una catarsis rápida, aunque
sea tóxica.
Yo ya no hablo de 'psicopatologías del odio'. Prefiero
decir: son residuos emocionales que alguien decidió
reciclar para otros fines.
La psiquiatría puede medicar el síntoma,
pero no la cultura que lo fomenta. Y hoy veo más
que nunca que el odio se volvió contagioso porque
está siendo promovido con discurso y estética.
Porque conviene. Porque anestesia. Porque distrae."
Intervención del psicólogo
(33)
"El odio es mal consejero, enfermedad inconsciente,
dice José Larralde en su obra Herencia pa' un hijo
gaucho. Una línea tan certera como vigente
en estos tiempos, donde el odio se ha convertido en la
herramienta por excelencia -y me atrevería a decir,
en la única- en la dinámica de la política
actual.
Sabemos, a través de las enseñanzas de Freud,
que el odio es el primer tipo de vínculo que se
establece con aquello que no es 'Yo'. En el infante incipiente,
todo lo placentero es Yo; todo lo displacentero, lo otro.
Es decir, lo no-Yo: el objeto, el otro.
No hace falta profundizar en más teorizaciones
para entender el funcionamiento de ciertas lógicas
actuales: el odio crece ante la diferencia, ante aquello
con lo que no me identifico, ante la necesidad de diferenciarme.
Es un modo de operar que ni siquiera alcanza lo infantil,
y que detiene toda posibilidad de lazo con el otro. Y,
por añadidura, de construcción y proyección
como sociedad.
Lamentablemente, creo que no hay partido ni actor político
que hoy opere por fuera de esta lógica. Se apunta
a dividir, a marcar diferencias, a definir enemigos bajo
categorías absurdas. Se pierde incluso la posibilidad
de pensar al otro como un ser humano al que también
le pasan cosas, igual que a uno.
Y lo más grave: ya no se busca el bienestar del
prójimo -y por consecuencia, el propio-, sino su
destrucción. Incluso cuando el precio de esa destrucción
es la propia."
Papeles sueltos: juntando
las ideas
Antes de terminar, abro los dobleces que me acompañaron
durante este proceso. Hay frases escritas en servilletas,
sobres de azúcar y en la cartilla de un menú.
Ninguna fue pensada para ser publicada, pero todas me
ayudaron a llegar hasta aquí...
Tengo tanto que no se por donde comenzar, pero lo voy
a intentar. En forma desprolija, arrebatada, junto todo
lo que puedo y lo pongo en el cuaderno de notas con el
terror de perder algo valioso. Todo era valioso.
La historia
El odio al distinto: cómo la historia lo convirtió
en herramienta de poder
A lo largo de los siglos, el odio hacia el otro -ya sea
por su religión, raza, cultura o lengua- fue utilizado
para consolidar imperios, justificar conquistas y sostener
sistemas de opresión. No nació en el corazón
de los pueblos, sino en la estrategia de los poderosos.
Aquí algunos ejemplos clave:
Pizarro y la conquista del Perú
(siglo XVI)
El encuentro entre Francisco Pizarro y el Imperio Inca
no fue solo una conquista territorial: fue una imposición
cultural violenta. Para justificar la destrucción
de una civilización avanzada, se la demonizó.
El "otro" era pagano, bárbaro, y por
lo tanto merecía ser sometido o eliminado. El odio
se vistió de cruz, y la cruz, de espada.
La esclavitud africana (siglos XVI-XIX)
Millones de personas fueron arrancadas de sus tierras,
vendidas como mercancías y deshumanizadas sistemáticamente.
El racismo, sostenido por pseudociencias, religiones y
legislaciones, no fue una consecuencia: fue una construcción
necesaria para legitimar el negocio. Odiar al esclavo
era parte del sistema.
La Inquisición y la persecución
de "herejes" (siglos XV-XVIII)
El poder eclesiástico necesitó de enemigos
internos para afianzar su hegemonía. Judíos,
musulmanes, protestantes y hasta mujeres sabias (acusadas
de brujería) fueron perseguidos y ejecutados. El
odio al que piensa distinto se convirtió en dogma,
y el silencio en garantía de paz
para los
inquisidores.
Las guerras de religión en Europa
(siglos XVI-XVII)
Católicos y protestantes se enfrentaron con una
crueldad difícil de justificar. La diferencia doctrinaria
se convirtió en un pretexto para masacres, saqueos
y guerras de poder. El odio, cuidadosamente cultivado
por clérigos y reyes, encendió a pueblos
enteros.
"La historia nos enseña que
el odio no es espontáneo. Es sembrado, cultivado
y explotado. Detrás de cada cruzada, cada esclavitud,
cada inquisición, hubo un cálculo. Hoy los
rostros cambian, pero las técnicas sobreviven."
Podríamos ampliar pero es innecesario y doloroso.
El odio: El combustible
necesario para que la política siga en movimiento
En distintas épocas, la política recurrió
a diversos motores para mantenerse en marcha: el miedo,
el hambre, las necesidades básicas
y el odio.
Eso, en el mejor de los casos, cuando no apeló
directamente a la fuerza.
El odio -esa pasión oscura, corrosiva, infecciosa-
tiene una explicación evolutiva. En los orígenes
de la especie, aborrecer a ciertos otros podía
ser una cuestión de supervivencia.
Nietzsche lo decía sin rodeos: "El hombre
de conocimiento debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos,
sino también de odiar a sus amigos".
Porque el odio, en ciertas dosis, mantiene alerta. En
tiempos de falso consenso -cuando todos asienten por miedo
a desentonar- solo el que odia de verdad puede ver con
claridad. En el pasado, esa lucidez podía marcar
la diferencia entre vivir o morir.
Aristóteles iba por otra vía: el odio como
una ira encapsulada, no desahogada. Para alejarnos de
lo que alguna vez amamos, necesitamos aborrecerlo. Si
no podemos gritar, el veneno se queda adentro. Y se enquista.
Se vuelve crónico. Y aunque nos devora, nos mantiene
en pie.
El psicoterapeuta Luis Muiño lo desarrolla con
precisión en La verdadera cara del odio. Un sentimiento
universal, inevitable y -mal gestionado- profundamente
peligroso.
La espiral del silencio
La alemana Elisabeth Noelle-Neumann formuló su
"espiral del silencio" para explicar un fenómeno
inquietante: el miedo al aislamiento hace que muchos prefieran
callar.
Tememos ser los únicos en disentir. Dudamos de
nuestro propio juicio. Y en esa duda, gana la mayoría.
Se instala el "carro del vencedor", al que todos
quieren subirse. No por convicción, sino por temor.
La sociedad amenaza al disidente con el aislamiento. El
individuo teme ese aislamiento. Por miedo, evalúa
constantemente el clima de opinión. Esa evaluación
condiciona su comportamiento. El ciclo se repite. Y callar
se vuelve norma.
Hybris nacional
Lo preocupante no es sólo el líder. Es el
silencio que lo rodea. Cuando los colaboradores racionales
se colocan en el lugar de justificar lo injustificable,
la democracia comienza a erosionarse.
No se trata de un personaje en particular. El verdadero
diablo que negocia es la desmesura, esa hybris que anida
en ciertas personalidades y se alimenta de aduladores
sin coraje.
Dejar pasar lo inadmisible es invitarlo a quedarse. Es
legitimar el atropello. Y cuando la política se
nutre del odio como combustible, lo que se mueve ya no
es la historia, sino la ruina.
La lupa torcida
Vivimos en una época donde el termómetro
social no se calibra con principios, sino con impresiones.
La atención pública se consume con el escándalo
fácil, el ruido inmediato, lo que "mueve la
aguja".
Mientras tanto, individuos con estilos de vida dignos
de magnates -autos de lujo, mansiones, viajes ostentosos-
siguen paseándose sin que sepamos exactamente de
qué viven. ¿Empresarios? ¿Asesores?
¿Funcionarios reciclados? ¿Intermediarios?
Nadie lo pregunta. O peor: lo asumimos con naturalidad.
¿Por qué nos enoja lo pequeño y no
lo importante? ¿Por qué nos indigna más
un comentario desafortunado que la acumulación
impune de riqueza sin origen claro?
El odio como cortina
El odio es útil. Canaliza frustraciones. Nos hace
sentir partícipes. Pero también nos distrae.
Mientras discutimos sobre si un artista debería
o no hablar de precios, el poder real se mueve sin ser
cuestionado. Y lo peor: no le interesa evitar el odio,
sino administrarlo. Usarlo como combustible. Dirigirlo
hacia donde no les duela.
Odio sin bandera: mercenarios
del caos
Durante décadas, las ideologías contuvieron
pasiones, incluso las más destructivas. Daban sentido,
encuadre, propósito. Pero cuando esas estructuras
se diluyeron -ya sea por desgaste interno o por haber
sido derribadas a propósito- quedaron libres energías
antes contenidas. Y lo que no encuentra cauce, desborda.
Hoy vemos cómo esas fuerzas desatadas actúan
sin marco, sin causa, sin horizonte. Se ofrecen al mejor
postor. Son los nuevos soldados del caos: odiadores a
sueldo del que paga más. Pueden vestirse de moral,
de justicia, de verdad
pero solo repiten el libreto
que les dictan. En redes, en medios, en pasillos.
Ya no odian por convicción. Odian por encargo.
Por encaje. Por click.
Y en esa lógica mercenaria, el odio se volvió
un servicio tercerizado, silencioso, devastador. Como
una bomba que estalla y nadie se hace cargo de haber armado.
Gobernar ya no es decidir:
es monitorear
Mientras más nos desgastamos en escándalos
de cotillón, más legitimamos la estructura
que naturaliza la desigualdad. La pregunta es incómoda,
pero necesaria:
¿Para quién se gobierna cuando el que calla
acumula y el que habla arde en la hoguera?
Hoy se gobierna mirando encuestas, reacciones en redes,
focus groups. Si no genera click, no importa. Si no arde,
no existe. Entonces, ¿para quién se gobierna?
No para el ciudadano que sufre en silencio la precariedad,
la desigualdad, el costo de vivir.
Se gobierna para quien marca el ritmo del enojo público.
Para quien puede amplificar lo banal y silenciar lo incómodo.
Para quien sostiene el relato que "mueve la aguja".
El verdadero demonio es la lógica
que permite que personalidades desequilibradas, con hybris
descontrolada, conviertan la política en una terapia
de megalomanía. Y que, en lugar de resistir, la
sociedad normalice el sometimiento. Silencios cómplices,
adulaciones obligadas, miedo al aislamiento. Todo eso
forma parte del paisaje.
Me pregunto: ¿qué pasa si un gobernante
deja de tener enemigos? ¿A quién odian entonces
sus seguidores? ¿Dónde ponen el foco?
Ahí comprendo quién es el que anda con el
bidón de combustible, rociando los pequeños
focos de fuego.
No todo caos es un error. A veces es una estrategia. Y
no todo discurso de ruptura es valiente: a menudo, es
funcional. Por eso, frente al odio, no alcanza con indignarse.
Hay que entenderlo, rastrearlo, y como sociedad, decidir
si lo vamos a seguir alimentando.
"Tal vez el verdadero desafío
no sea apagar el fuego
sino atrevernos a hablar
antes que arda."
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