En la Cuarta Sesión Ordinaria del
Honorable Concejo Deliberante de Escobar, se aprobaron
siete proyectos surgidos de despacho de comisión.
Entre ellos, más allá de importantes iniciativas
como la modernización de la gestión municipal
y el programa "Salud mental en tu barrio", destaca
una propuesta que merece una reflexión aparte:
la creación de una escuela municipal de manejo.
La iniciativa fue aprobada por mayoría,
pese al reclamo de los bloques de oposición, cuya
representación minoritaria raramente encuentra
eco en las decisiones legislativas. Se argumentó
a favor del proyecto que el Estado podrá ofrecer
un servicio más accesible, bajar costos frente
al mercado privado y brindar una supuesta "mejor
calidad" en la formación de conductores, aunque
sin evidencia concreta que respalde tales afirmaciones.
Más allá de las buenas intenciones,
es pertinente preguntarse si corresponde que el Estado
ingrese en un negocio que, en esencia, pertenece al ámbito
de la actividad privada.
Cuando el sector público asume tareas que no son
prioritarias ni de urgencia social -como la enseñanza
de conducción, en este caso- se desdibuja su verdadero
rol: garantizar derechos esenciales como la salud, la
educación formal, la seguridad o la justicia.
Además, la participación estatal en mercados
competitivos suele distorsionar las reglas de juego, dado
que cuenta con recursos, estructuras y exenciones de las
que los privados no disponen. Esto genera una competencia
desleal, disfrazada de servicio público, que termina
afectando a los pequeños emprendedores locales.
Si el interés genuino es mejorar
la calidad de los conductores, sería más
sensato y eficaz destinar los esfuerzos a campañas
de concientización agresivas, programas educativos
viales continuos y controles de tránsito verdaderamente
eficientes -no con un fin recaudatorio, sino preventivo
y formativo-. El problema no es la falta de escuelas,
sino la falta de conciencia, disciplina y control en las
calles.
Pretender que el Estado pueda ocuparse
de todo, desde la cuna hasta el cajón, ya no resulta
viable en los tiempos que corren. La idea de un Estado
omnipresente, que se adueña de cada rincón
de la vida social y económica, no solo es anacrónica:
suele ser, además, ineficiente y costosa.
La fortaleza de una gestión
no se mide por la cantidad de áreas que abarca,
sino por la calidad con la que atiende aquello que realmente
le compete. Y en ese sentido, sería deseable que
el Estado municipal se concentre en regular, supervisar
y garantizar estándares, antes que competir como
un actor más en mercados donde la iniciativa privada
puede -y debe- desarrollarse libremente.
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