Las fachadas son más que frentes:
son fragmentos de memoria urbana, vestigios de una época
que se niega a desvanecerse en la vorágine del
presente. En Escobar, como en tantas otras ciudades, el
paso del tiempo no solo se mide en relojes: también
se percibe en el desgaste de las molduras, en los balcones
que resisten al óxido, en las veredas que aún
guardan la sombra de los zorzales. Algunas de esas fachadas
ya no están. Otras, están en riesgo de no
ser más que una postal sin contexto.
En este escenario, el Honorable Concejo
Deliberante aprobó una ordenanza clave: la creación
del Registro de Fachadas Patrimoniales e Históricas
del partido. El objetivo, al menos en el papel, es loable:
identificar, conservar y restaurar los inmuebles con valor
patrimonial, arquitectónico, histórico o
simbólico. Una manera, quizá, de no olvidar
del todo quiénes fuimos, ni cómo se construyó
esta ciudad.
El texto normativo establece que podrán
incluirse los edificios anteriores a 1959 -año
de fundación del partido- y determina distintos
niveles de protección, desde la integral, que impide
alteraciones, hasta la contextual, que obliga a respetar
proporciones y armonía con el entorno. También
se crea una Comisión Evaluadora mixta, con participación
oficialista, opositora y técnica, lo cual podría
dar cierta legitimidad a los dictámenes.
Claro que, como en toda decisión
pública, no faltaron las resistencias. Desde la
oposición se levantaron voces en nombre de la propiedad
privada, del supuesto riesgo económico o de una
supuesta vaguedad de criterios. Otros, simplemente, se
opusieron por reflejo: si el Ejecutivo impulsa, entonces
debe ser malo. A veces, la defensa del patrimonio choca
con una ideología que sospecha de todo lo colectivo,
incluso de la memoria común.
Pero más allá de las ordenanzas,
el problema no es nuevo ni local. En Buenos Aires abundan
los ejemplos donde el intento de "preservar"
termina convirtiéndose en una parodia: se dejan
en pie las fachadas mientras se destruye todo lo demás,
y sobre ellas se elevan torres sin alma, como prótesis
visuales de una historia amputada. Le llaman "arquitectura
parasitaria", y no sin razón.
Casos como el de Thames al 2400, donde
una casona de curvas y granito convive con un monstruo
vidriado que asoma desde atrás, lo ilustran con
crudeza. Lo mismo ocurre con proyectos más ambiciosos,
como la torre que se eleva sobre la esquina de Salguero
y Charcas o el edificio que se incrusta en el histórico
Palacio Costaguta. La idea de que "la fachada alcanza"
ha sido llevada al extremo, convirtiendo el patrimonio
en una escenografía hueca, útil solo para
vender "carácter" en los avisos inmobiliarios.
"¿Vale más una fachada
solitaria incrustada en una torre vidriada, o una casa
entera que respira con su patio, su luz y su tiempo?"
Esa es la pregunta incómoda que sobrevuela cada
discusión. Porque preservar es mucho más
que enmarcar. Es comprender que la historia no se conserva
por nostalgia, sino por responsabilidad. Que cada ventana
antigua habla no solo de un estilo, sino de una forma
de habitar, de vincularse, de construir comunidad.
Por eso, cuando una ciudad decide proteger
su patrimonio, está tomando partido. Está
diciendo: esto importa. Aunque moleste. Aunque incomode
al mercado. Aunque no sea rentable. Porque hay cosas que
no se miden en metros cuadrados, ni en plusvalías.
Cada fachada protegida
es una línea que aún podemos leer del libro
de nuestra historia. Pero también es cierto que
las ciudades no son museos. El desafío es escribir
nuevas páginas sin arrancar las anteriores, y sin
tachar lo que todavía tiene algo para decir.
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