El anciano más sabio, sosteniendo
un báculo en mano, pronunciaba una oración
secreta que resonaba en la montaña. Mientras tanto,
los aldeanos danzaban y cantaban, formulando sus peticiones
al señor. La leyenda contaba que a Dios le complacía
tanto esa reunión que no podía resistirse
a cumplir los deseos de los aldeanos.
Con el paso del tiempo, los sabios ancianos partieron
y la costumbre se desvaneció. La aldea perdió
su esplendor, la pesca menguó, los jóvenes
emigraron, y solo quedó un pequeño grupo
de ancianos, atrapados entre la falta de fuerzas para
marcharse y la falta de resignación para rendirse
sin luchar.
En una reunión nostálgica, recordaron el
antiguo ritual pero no sabían cómo realizarlo.
Sin embargo, decidieron intentarlo. Una noche, los últimos
siete habitantes activos subieron la montaña, encontraron
un claro y encendieron una fogata.
Nadie sabía qué decir ni cómo actuar.
Se limitaron a tomarse de las manos y a girar alrededor
del fuego, compartiendo canciones sencillas. Cantaron
hasta el amanecer, pidiendo a Dios que la aldea volviera
a prosperar.
Cuenta la leyenda que a Dios le complació tanto
la sencillez y la sinceridad de este nuevo acto que renovó
su benevolencia hacia la aldea. La prosperidad regresó,
y algunos sostienen que, hasta el día de hoy, el
ritual improvisado sigue siendo la chispa que mantiene
la conexión divina viva.
El mensaje perdurable de la leyenda es claro: las tradiciones
pueden cambiar, pero la autenticidad y el deseo sincero
de conectarse con lo divino pueden trascender el tiempo.
La aldea aprendió que, aunque los sabios ancianos
se fueran, su espíritu vivía en la voluntad
y la determinación de quienes decidieron mantener
viva la tradición, incluso cuando no conocían
todas las palabras y movimientos precisos.
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