Hace unos días escribí sobre
el saqueo en la Ruta 40. Un camión volcado, su
chofer atrapado y muerto, y a su alrededor, gente revolviendo
la carga, llevándose lo que podía. El cuerpo
aún en la cabina, y ya estaban hurgando entre los
paquetes. La dignidad, tirada en la banquina. [ver
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Hoy, otra imagen me sacude. En Mar del Plata, una mujer
muere en un bingo. Cae desplomada. La tapan con una sábana
blanca. La ambulancia tarda en llegar. Pero el juego no
se detiene. Alrededor, algunos siguen apostando como si
nada. La muerte a metros, las luces de colores titilando,
y la ruleta girando. Trágico y absurdo. La escena
puede tener explicaciones -la adicción, la deshumanización-
pero también es símbolo. Una metáfora
potente de estos tiempos: mirar para otro lado.
El germen de la indiferencia crece cuando dejamos de ver
al otro como prójimo y empezamos a verlo como parte
del decorado. Algo que pasa "ahí", pero
que no nos toca. La compasión, en pausa. La empatía,
de licencia.
Esa foto -como la del niño sirio Alan Kurdi, muerto
en la orilla del Mediterráneo- no necesita palabras.
El mar de fondo, las reposeras cerca, el cuerpo boca abajo
en la arena. El horror convivía con la rutina.
¿Qué más hace falta para sacudirnos?
Mientras tanto, se instala una frase que se repite como
muletilla: "fingir demencia". Se escucha en
charlas, en redes, en bromas. Pero detrás de esa
frase hay una verdad amarga: muchos prefieren no ver.
La política no se salva de esta anestesia. Hay
quienes justifican todo con tal de que "la cosa mejore".
Que la economía avance, aunque sea a costa del
pluralismo, del respeto o del sentido común. Y
se empieza a naturalizar lo intolerable.
No sé qué haría yo en el lugar de
esos apostadores, o frente al camión volcado. Tal
vez no podría hacer mucho. Pero sí sé
que intentaría buscar ayuda. No seguiría
como si nada. Porque en esa actitud hay una elección.
No hay gesto más
humano que negarse a la indiferencia.
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